viernes, 14 de diciembre de 2007

Ventajas de ser inglés


Si tu película no toca algún tema de trascendencia social (no demasiado delicado, por supuesto), no tienes en tu reparto uno o dos actores hambrientos por demostrar lo bien que lloran o lo capaces que son de cambiar de registro o aspecto y no eres un antiguo gran director quemando tus últimos cartuchos o un nóbel deseando celebridad, tus posiblidades de lograr una estatuilla en la próxima edición de los Óscar se reducen notablemente. Esa mínima probabilidad queda pulverizada hasta la nada si te llamas Edgar Wright y has escrito y dirigido algo tan difícil de definir como "Hot fuzz" ( "Arma fatal" en su paleta e insufrible adaptación al castellano), por mucho que, probablemente, tu película sea la mejor del año.

Nicholas Angel (Simon Pegg, también co-guionista) es el mejor agente de policía de Londres. Tan enorme es la diferencia entre Angel y sus compañeros de profesión que, con la finalidad de evitar que les siga dejando en evidencia, sus jefes no dudan en trasladarlo al remoto pueblo de Sanford donde la tranquila vida rural atempere al recto y exigente agente de la ley. Su estricto sentido del deber (en su primera noche medio pueblo es arrestado por diversas faltas) choca con las mucho más laxas normas de su nuevo jefe, el inspector Butterman (Jim Broadbent) que, con el fin de apaciguar su encendida personalidad, no duda en poner como compañero del recién llegado a su hijo Danny (Nick Frost), la otra cara de la moneda. Cuando el bucólico y aburrido ambiente de Sanford empieza a mellar la resistencia del sargento Angel, unos sangrientos acontecimientos rompen la tranquilidad de un pueblo que esconde mucho más de lo que parece.

Aunque "Arma fatal" es, indudablemente, una comedia, una inteligente parodia de las películas de acción de los noventa (de manera más o menos explícita se homenajea a cintas como "Le llaman Bodhi" o "Dos policías rebeldes") hay algo que la hace excepcional y que, simultaneamente, la aleja de otras películas de similares pretensiones, pero muy inferiores resultados como las series de "Hot shots", "Scary Movie" y demás fauna: Edgar Wright y Simon Pegg, máximos responsables del proyecto son ingleses. Y eso, a la hora de ser diferente, es casi indispensable.

Tal y como ya hicieron con el género de zombies en su anterior película, la espléndida "Shaun of the dead" ("Zombies party" en su, de nuevo, lamentable traducción al castellano), director y guionista trazan una linea sólida, pero muy fina entre la parodia y el homenaje que evita la burla sin ingenio y la fotocopia cariñosa, pero poco nutritiva. Casi todos los tópicos del cine de acción aparecen a lo largo del metraje (el policía obsesionado con su trabajo, el compañero torpe que, finalmente, se convierte en indispensable soldado salvador, los tiroteos a cámara lenta) pero limpios de polvo y paja, secados al sol de la campiña inglesa y rociados con una buena taza de té.

Pero "Arma fatal" no es tan solo una nueva articulación en clave de humor de las clásicas películas de acción de los noventa adaptadas al sentido del ritmo británico del siglo XXI, cortesía del espectacular talento visual de Edward Wright (atención a la primera reconstrucción de los hechos en el supermercado). Como ya hiciera en su momento, la mítica productora Ealing y tomando como base los relatos de Agatha Christie, el complejo y perfectamente estructurado guión de Pegg y Wright se presenta salpicado de acertados detalles costumbristas acerca de la vida en las pequeñas poblaciones británicas (la primera mañana de Angel en Sanford) que contrastan con brutales latigazos de humor negro (el "accidente" en la iglesia) que congelan la sonrisa en el rostro del espectador y que le hacen cuestionarse si, en realidad, no estaremos ante una película de terror en lugar de una comedia costumbrista. ¿O era una adaptación de las novelas negras del siglo XIX? Esa alternancia de registros logra que, en todo momento, la película resulte sorprendente, fresca, llena de matices e interesantes giros argumentales y, sobre todo, tremendamente entretenida (sus últimos treinta minutos son, sencillamente, prodigiosos).

Respecto a los actores son ingleses y, con eso, todo queda dicho. Espléndidos, sin excepción, desde el absoluto protagonismo de Simon Pegg hasta los cortos pero jugosos papeles de Bill Nighy o Steve Coogan, pasando por un recuperado Timothy Dalton que, literalmente, devora la pantalla en cada una de sus apariciones como el misterioso dueño del supermercado más importante de Sanford (memorable su última y "penetrante" conversación con el sargento Angel) y el camaleónico Jim Broadbent como el paternal y permisivo responsable de la peculiar y surrealista comisaría de Sandford.

Sin duda, "Arma fatal" pasará sin formar demasiado alboroto por los cines del mundo y mucho menos llamará la atención de los que deciden las teóricamente mejores películas del año. Es demasiado inteligente, transgresora y brutal para los cajones que utilizan los archiveros cinematográficos oficiales. Me juego un lirio japonés de la paz a que eso, a Edward Wright y Simon Pegg les importa muy poco y se conforman con que, al igual que ya ocurrió con su anterior película, será el tiempo el que coloque esta magnífica obra en el lugar que le corresponde. Ventajas de ser inglés.

martes, 11 de diciembre de 2007

Triqui y Traci


La Organización Mundial de la Salud lo tiene en el punto de mira desde que, hace casi cuarenta años empezara a devorar galletas sin respetar el adecuado equilibrio en su dieta entre las vitaminas, las proteínas y los minerales. De hecho, algunos dicen que su actual color azul es fruto de la falta de hierro y el exceso de grasas en su alimentación. Su actitud agresiva y su escaso vocabulario (claramente inferior al exigido por la autoridad educativa competente) no le han permitido desarrollarse conforme a la Convención de Ginebra sobre evolución social y personal. Aún es un misterio porqué tan poco recomendable personaje fue protagonista junto a otros sujetos de sospechosa calaña de "Barrio Sésamo", un programa de televisión para niños que nació en 1969 (mal empezó la cosa) y que durante casi cuarenta años de vida ha sido un referente formativo para millones de personas en todo el mundo.

Afortunadamente y con motivo de una nueva edición de los primeros capítulos de la serie, la compañía propietaria de los derechos ha lanzado el producto advirtiendo que "estos primeros episodios están destinados para adultos y pueden no adecuarse a las necesidades del niño en edad preescolar de hoy". De este modo, podemos salvar a nuestros hijos de la infame presencia de este glotón azulado que ha fomentado la obesidad, la falta de solidaridad internacional y la inviolabilidad de la propiedad privada, sin perjuicio de la influencia de su intolerable actitud en conflictos como la Guerra de Irak y el calentamiento global. Por supuesto y por el mismo precio ahorramos a nuestros vástagos la visión de posibles sodomitas con cabeza de piña, adictos a la leche y nada recomendables aficionados a las jacas y otros equinos. Debería cundir el ejemplo y que esta iniciativa fuera únicamente la chispa. Nada me haría más feliz que contemplar la nueva edición de "La bella durmiente" sin esa relación claramente necrófila o "Blancanieves y los sietes enanitos" sin esa ofensiva referencia a las personas de altura reducida.

Tranquiliza pensar que nuestros hijos van a poder desarrollarse en un mundo mejor y más feliz que el que nos ha tocado en suerte a los que padecimos la terrible influencia de estos seres oscuros y malignos que poblaron nuestros primeros años de vida y que, cuarenta años después, por fin, van a ocupar el lugar que merecen junto a las películas de Traci Lords. Menos mal que siempre hay alguien velando por nosotros.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Un siglo de flojos


Mi relación con el arte contemporáneo es, cuanto menos, conflictiva, cuando no, simplemente, beligerante. A pesar de mis esfuerzos y de las copiosas oportunidades que le proporciono, nuestros encuentros tornan en desencuentros sin apenas habernos empezado a conocer. Danza, ópera, escultura, pintura, música. Sea cual sea la disciplina, donde muchos ven fuego, yo apenas capto el olor del humo. A veces, milagrosamente y casi por casualidad, surge un atisbo, un esbozo de algo que, quizás, tal vez, una vez realizado el correspondiente estudio podría llegar a convertirse en algo que, transcurrido el plazo de tiempo necesario podría admitir como mínimamente artístico. El problema es que esa sensación no es muy distinta a la que provoca, en ocasiones, que una mancha en el suelo o el dibujo de un baldosín, nos recuerde a algo o nos parezca interesante o, incluso, bello. Esa sensación carece de permanencia, no dispone de pilares y se diluye en mi memoria tan pronto como desaparece de la vista. Además, no por eso, deja de ser un borrón en el suelo o una casualidad en la pared de un servicio.

Carezco de la adecuada formación artísitica, eso es cierto. No sé una palabra de escultura ni de pintura. Aunque he leído mucho, tampoco creo que sea suficiente para catalogarme de lector empedernido y a pesar de los centenares de películas y obras de teatro que he visto en mi vida, no paso de ser un humilde aficionado. Sin embargo lo magro de mis conocimientos, no me impide admirar la apabullante belleza de la música de Ravel o Wagner. Tampoco esta carestía es obstáculo para admirar la literatura de Paul Auster o Javier Marías, ni la majestuosa perfección de la trilogía de "El Padrino" o el atractivo discurso visual de "Delicatessen". Por eso mismo, no creo que sea mi reconocida falta de conocimientos lo que me lleva a permanecer completamente al margen de las propuestas de José María Sánchez Verdú, Antoni Tápies, León Ferrari o Enrique Salamanca.

Personas cuyo criterio admiro fielmente y titulares de mentes abiertas y desarrolladas, defienden las manifestaciones artísticas contemporáneas, argumentando que, en el siglo XX y aún más en el XXI, hay cosas que el arte ya no puede decir. Al menos, no puede decirlas tal cual han venido siendo dichas en los últimos años. Dos guerras mundiales, la sobredosis informativa de las últimas décadas y un claro paso de lo social a lo individual han generado que el hombre haya perdido el enlace con sus circunstancias. Yace solo, desarraigado, en una forma de páramo existencial sin orden que únicamente provoca frustración, ansiedad, rabia o ira. Por esa razón, el artista descomprime y rompe las normas, desordenándolas a su antojo, rompiendo así en mil pedazos la linea temporal lógica y el cronológico devenir de los acontecimientos. El artista moderno, primero escucha la frase, luego capta el movimiento de los labios y posteriormente la mirada que hasta hoy precedía a todo. La desfragmentación vendría ser, así, el hilo conductor que vertebra el arte contemporáneo. Por mi parte, considero que embarullar lo existente no es muy distinto a desmantelar un rompecabezas. Y eso puede hacerlo un niño de pocos meses. La esencia del arte es la imposibilidad que siente el que observa de imitar su grandeza. Ni en un millón de años podría componer "Tristan e Isolda" o esculpir "El pensador". Sin embargo, dudo que tuviera dificultad en escribir la partitura de la segunda parte de "El viaje a Simorgh" o pintar al compañero de exposición de cualquier obra de Mark Rothko.

Hasta que el pozo de las ideas se secó, hace ya muchos años, el arte se movió hacia delante de manera paulatina. Se aprecia una lenta pero inexorable evolución entre la música de Richard Strauss y la de Beethoven y entre la de éste y la de Mozart o Haydn en una relación causa efecto que se pierde en el tiempo pero que deja bien asentadas las bases de cada paso para poder dar el siguiente. Sin embargo, con la entrada en el siglo XX, todo se transforma. La certeza de que hemos alcanzado el final del pozo, provoca un arrebato suicida que nos lleva a enmarañar la herencia recibida en un potaje indigerible que no lleva a ninguna parte y que, por supuesto, no representa evolución alguna.

Lo peor de todo es que, a fin de cuentas, el siglo XX no ha sido más espantoso que los anteriores. La queja y el fastidio es uno de los pilares fundamentales del hombre. Decía Borges que a su abuelo le tocaron vivir, como a todos los hombres, tiempos difíciles. Siempre estamos peor que nunca. Lo que nos pasa es siempre mucho peor que lo que otros han sufrido. Sin embargo, la realidad es que ese horror y esa angustia vital que ha pulverizado el arte como lo conocíamos hasta entonces, no es tal, ni su intensidad es tan poderosa que tengamos justificadas razones para hacer volar por los aires siglos de historia y de evolución. Si nosotros hemos padecido dos guerras mundiales, otros han vivido conflictos de cien años de duración. Si en el siglo XX vivimos el fascismo, el feudalismo campó a sus anchas hace menos años que los deseados. Si aquellos no tuvieron que rascar un tenedor sobre el plato para transmitir angustia al oyente y pudieron transmitir otro tipo de sentimientos distintos al miedo y a la nausea y los artistas contemporáneos no han sido capaces, al final resulta que el siglo XX ha sido un siglo de flojos y blandos que no pudiendo soportar lo que les ha tocado vivir y en vez de mirar hacia atrás buscando las bases que permitan, si eso es posible, volver a iniciar el camino, han optado por desvalijar la casa del abuelo y llevarse lo que puedan para protegerse de la que está cayendo.

sábado, 17 de noviembre de 2007

Maldito protocolo



La Reina Isabel II de Inglaterra, con su innegable y personalísima cursilería británica, se calzó las gafas en el caballete de la nariz y, en el tradicional mensaje a la nación del día de Navidad de 1992, definió aquel año como un "annus horribilis". Dada la confraternización que existe entre las Casas Reales europeas y teniendo en cuenta los estrechos pasillos por los que se mueve el protocolo palaciego, en sintonía con aquel lejano mensaje de hace quince años, este 2007, es el turno de nuestro Rey para reflexionar en voz alta sobre los acontecimientos que nuestra Familia Real ha vivido en los últimos meses. Lástima que dichas normas de granito no permitirán al Monarca decir en ese mensaje lo que realmente pasará por su cabeza. De no ser por esta rigidez, el tradicionalmente soporífero mensaje navideño podría ser algo para no perderse.

En los últimos meses y sin apenas respiro, la figura del Rey y, por tanto, la Familia Real, se ha visto metida en unos jardines de los que no parece poder salir. Los acontecimientos se enlazan sin tiempo para la reacción. Desde el enmarañado fallecimiento de la hermana de la Princesa de Asturias hasta la reciente separación de los Duques de Lugo, hemos podido asistir a algunos de los momentos menos dichosos de nuestra monarquía desde que se reinstauró en los setenta. La quema de sus retratos a manos de una panda de exuberantes pero huecos republicanos de corte nacionalistas provocó un inconcebible e innecesario debate acerca de la necesidad de la institución que únicamente dio alas al grupo de incandescentes bárbaros. El reciente altercado verbal con el humanoide venezolano así como su mutis por el foro cuando el presidente de Nicaragua tomo el relevo en el escarnio, tampoco han ayudado a enderezar el rumbo. Sin duda, los que esperan el menor resquicio para meter el dedo y horadar las bases de nuestra Monarquía han vivido en este 2007 un año glorioso. Alegra, no obstante, constatar que aún queda mucho trabajo para que estos agujeros dejen de ser hoyos cavados en al playa que desaparecen con la marea.Ni siquiera en estos momentos de zozobra institucional, la Corona ha sufrido algo distinto a un leve zarandeo.

Con un apoyo ciudadano de casi el 80%, plantearse a estas alturas si la figura del Rey es o no importante, si la institución está o no vigente, si el peso del Monarca en las relaciones nacionales e internacionales es decisorio es no sólo estéril sino injustificado. A estas alturas, apoyar esos planteamientos es tan absurdo como planteárselas en Francia, con el Presidente de la República. La consolidación de la Monarquía como sistema político español es indiscutible. Si la Corona es una figura arcaica y medieval no lo es menos la Iglesia y no por ello nos planteamos la necesidad de extirparla para sustituirla por una forma alternativa. Si el presupuesto de la Casa Real (que en 2007 alcanzó los 25 millones de euros) es algo exagerado y de difícil justificación, no es menos cierto que queda muy por debajo del asignado a la Presidencia de la República Francesa (90 millones de euros, sin contar los sueldos de los más de 950 empleados a su cargo) y a sideral distancia del asignado a la de la italiana (217 millones de euros), sin contar que cada uno de los apartados de su presupuesto son aprobados por el Congreso y fiscalizados por los organismos competentes.

Los Reyes de España son nuestra mejor tarjeta de visita en el extranjero y un símbolo de unidad en nuestro país. Indudablemente, esta labor la podría llevar a cabo un presidente, un sacerdote o un teniente coronel. Lo que es cierto es que, en la actualidad, esta labor es realizada de óptimo modo por la Casa Real y maldita la gana de que deje de serlo, porque, a diferencia de los partidarios de la república, la Monarquía no es utilizada por sus partidarios como arma arrojadiza contra la solución republicana ni la considera su reverso infame. Si la hija del Presidente de la República Federal Alemana decide casarse con el hijo de un tabernero berlinés, a nadie parece importarle y, mucho menos, piensa que debería, por nosequé extraña razón, condenarse a vivir en permanencia junto al hijo del Presidente de la República Democrática del Congo. Algo tan obvio y razonable es, al parecer, inaceptable para el heredero al Trono. Por una incomprensible envidia oportunista, los detractores de la Casa Real parecen alegrarse de sus desdichas y sienten como mandobles de cimitarra sus golpes de suerte. Mala forma de cohabitar y flaco favor a su causa.

Lo siento por Chávez y también por Carod Rovira y Jiménez Losantos, pero lamento comunicarles que tienen por delante una hercúlea tarea si, como parece, es su deseo tumbar la monarquía. Maldito sea el protocolo que nos impedirá escuchar esta Navidad al Rey soltando por su boca lo que le pide el cuerpo. Ni siquiera así sería posible restarle un ápice de su prestigio y talla política.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Una furtiva lágrima


En su canción "La del pirata cojo", Joaquín Sabina se define en las primeras estrofas como un fulano que no tiene la lágrima fácil. Un servidor, por el contrario, y sin ser una flor desconsolada que se arrastra gimoteando por las esquinas, no tiene problemas en reconocer que una secuencia cinematográfica con la conveniente intensidad emocional, una melodía diseñada con sensibilidad o una frase escrita con arrebatado sentimiento, pueden, en el mejor de los casos, provocarme un agradable nudo en el estómago cuando no provocar un sincero lagrimón de esos que el cantautor madrileño parece tener dificultades en despeñar mejilla abajo.

Aunque he tenido esas sensaciones con varios libros y con multitud de obras musicales, es, sin duda, en el cine, donde más han proliferado este tipo de acontecimientos. En muchas ocasiones, mis nudos y lágrimas se han visto acompañados por el de otros tantos espectadores. En otras, por el contrario, he tenido la sensación de estar en otra dimensión, más seca y mecánica que la mía al constatar que nadie salvo el abajo firmante vivía la intensidad del momento.


LOS PUENTES DE MADISON (1995), DE CLINT EASTWOOD: En mi larga cruzada en defensa de esta memorable obra maestra de Clint Eastwood, me he visto obligado a traspasar con mi florete de duelo un buen número de pétreos corazones a los que no se les movía un pelo cuando calificaban de ñoñería y cursilada esta apasionante historia de amor entre una aburrida ama de casa y un fotógrafo del National Geographic. No sólo cuenta con la mejor interpretación de Meryl Streep en toda su carrera. Además, es una exhibición en toda regla de su director y protagonista. En pocas ocasiones ha sido posible transmitir tanta intensidad con tanta economía de medios. Todo en la película es frugal y mínimo en beneficio de la historia que narra. Si en la secuencia bajo la lluvia cerca del final no sientes algo en el estómago, visita un médico.

UN TRANVÍA LLAMADO DESEO (1951), DE ELIA KAZAN: Dicen que el mito de Marlon Brando nació con la chaqueta de cuero que lucía en "Salvaje", pero, en mi opinión, la sensible brutalidad de su personaje en esta magistral adaptación de la obra de Tenessee Williams, es el origen de todo. Parece imposible que el violento y brutal animal de blanca camiseta que arrasa la pantalla cada vez que entra en cuadro pueda provocar otra reacción que el temor o el rechazo y, sin embargo, todavía no he visto una secuencia más intensa emocionalmente que su declaración de amor a gritos (de nuevo) bajo la lluvia. Durante bastante tiempo, la historia de Stanley y Stella fue para mí sinónimo de pasión, de amor desaforado. Lastima que la dirigiera el odioso y genial Elia Kazan, aunque, quizás, de no haber sido él, estaríamos hablando de otra cosa muy distinta.

LA VIDA ES BELLA (1998), DE ROBERTO BENIGNI: Si existe algún cineasta al que puede llamársele "flor de un día" es a Roberto Benigni. Ni las patochadas que filmó antes de esta maravillosa película ni los horrores indigestos que pretendió colar con posterioridad aguantan la comparación con este terremoto sentimental que cocinó el director y actor italiano a costa del delicado tema del Holocausto nazi. No cambiaría a mi adorado padre por ningún otro, pero, de tener que hacerlo, sin duda me quedaría con el que interpreta Benigni en esta película y cuyo único y legítimo interés es cerrar a su hijo las puertas al horror que se vive en el campo de concentración en el que ambos son confinados durante la segunda guerra. Basculando de principio a fin entre el drama y la comedia, Benigni borda una historia de amor más allá de la muerte plagada de momentos para no olvidar (nunca dar los buenos días ha sido más emocionante) que, desgraciadamente significó su canto de cisne para el cine. Desde entonces y hasta ahora, cero absoluto. Ni uno solo de los fotogramas que ha rodado después ha merecido el crédito que obtuvo entonces.

EL BOLA (2000), DE ACHERO MAÑAS: Este es uno de esos casos en los que he habitado en una dimensión distinta al resto de los espectadores. No sé si será por la deslumbrante presencia de Juan José Ballesta (probablemente, junto a Javier Bardem el mejor actor español en activo hoy en día), por la terrible tensión acumulada durante los minutos precedentes o por la sobriedad del plano, pero, en pocas ocasiones he sentido mayor congoja que en la secuencia final de esta durísima y atroz película sobre los malos tratos a menores con la que el mediocre actor y muy interesante director, Achero Mañas debutó en el largometraje hace ya mucho tiempo. Al igual que Benigni, poco más se ha vuelto a saber de él. Eso sí, nos dejó una de las mejores películas españolas de los últimos tiempos, que no es poco.

TIERRAS DE PENUMBRA (1995), DE RICHARD ATTENBOROUGH: El generalmente plano y aburrido Richard Attenborouh destapó el tarro de las esencias en 1995 al adaptar al cine un librito de apenas 100 hojas escrito por el británico C.S. Lewis (y que bajo el nombre de "Una pena en observación" oculta uno de los tesoros literarios más grandes del siglo XX) en el que se recoge la dramática historia de amor que existió entre el propio Lewis (de plena actualidad por las adaptaciones cinematográficas de su serie "Las crónicas de Nardia") y la poetisa Joey Gresham. Con un pletórico Anthony Hopkins y la magistral interpretación de Debra Winger (justa candidata al Oscar en la edición de aquel año) la película es una montaña rusa de sentimientos flor de piel que es dominada con inusitada habilidad por el mismo hombre que perpetró horrores como "Ghandi" o "Chaplin". Recuerdo que, con aviesas intenciones invité a una bella señorita al cine a ver esta película, con la esperanza de que entre unas cosas y otras, mi caballerosidad me obligara a consolar su emocionado corazón. Curiosamente fue, finalmente, ella la que se vio obligada a prestarme su pañuelo para detener mi torrente lacrimal. Seguro que a Sabina esto no le hubiera pasado.

martes, 30 de octubre de 2007

Difuminando colores

El escritor irlandés Roddy Doyle ha creado una serie de magníficas obras que comparten el gusto por las historias más cotidianas de su país, llenas de familias numerosas de clase media a un paso de la baja, trabajadora, con tendencia al extremo, más amiga del exabrupto que de la decisión meditada. Gente que toma siempre una cerveza más de la cuenta, de gustos sencillos en vidas complejas en las que el peso de los peniques es mucho mayor que el de las libras. Y que, no por eso, dejan de mirar las cosas del día a día con un cristal especial que les permite tamizar sus vivencias, sacando lo mejor de cada pequeña alegría y difuminando el negro hasta convertirlo en un gris o, incluso en un blanco sucio.

Esta habilidad para borrar hasta hacerlas casi imperceptibles las fronteras entre el drama y la comedia, el llanto y la carcajada alcanza su máxima expresión en la espléndida "La mujer que se daba con las puertas", una de las pocas novelas del irlandés que aún no ha sido llevada al cine (Antes lo hicieron y con bastante éxito, por cierto, "The Commitments", "La furgoneta" o "Café irlandés"). Lograr que un tema tan delicado y susceptible de vanalizar a través de los extremos como el de los malos tratos sea tratado con rigor y sentido común, está al alcance de unos pocos. Iciar Bolliaín lo logró en el cine con "Te doy mis ojos" y Roddy Doyle alcanzó idéntico registro para la letra escrita con esta novela.

"No me gusto demasiado, pero ya no estoy segura de ser una estúpida". De tan breve pero acertada manera se define la protagonista del libro, Paula Spencer, en las primeras páginas de la novela. Casada con Charlo Spencer desde su más temprana juventud, ronda en la actualidad los cuarenta años, "si le dan un espejo, algo de maquillaje y media hora, consigue parecer una treintañera. Si se la ve recién levantada parece que tiene cincuenta". Trabaja como asistenta desde hace años y es madre numerosa. La vida no le ha dado grandes oportunidades y las que le ha dado, ha preferido obviarlas o, en su caso, retrasarlas. Sin embargo, es razonablemente feliz. Disfruta de su marido que la adora, de sus hijos y de las pequeñas cosas que en su sencilla vida le iluminan el camino. Hasta que empieza a caerse por las escaleras con rara facilidad. Y a golperarse con las puertas en la cabeza. Y a pillarse los dedos con los cajones de la cómoda. Y a apagarse los cigarrillos en las palmas de las manos. Y a perder el pelo a manojos. Éstas y otras razones son las que esgrime Paula en las urgencias de los hospitales para justificar las hemorragias, los cardenales, los huesos astillados, el cabello arrancado. Como queda claro casi desde el principio, obviamente las razones de tantos percances no residen en la falta de equilibrio de Paula, ni en su torpeza ni en el champú que utiliza. Lo que tan claramente aparece para el lector, es oscuridad absoluta para su entorno. "El médico ni me miró siquiera. Me examinó por partes, pero sin verme nunca entera. Ni siquiera me miró a los ojos".

La curiosa estructura escogida por el escritor irlandés, que cuenta la historia de Paula intercalando su presente con su pasado permite que la obra no sea un catálogo de monstruosidades y que la violencia gráfica explote sólo de manera esporádica aunque con una crudeza terrible. La novela se vertebra a partir de la muerte de Charlo, abatido a tiros por la policía tras un robo perpetrado por éste. Alrededor de este tronco central y de sus consecuencias, Doyle enrosca con habilidad una multitud de historias del pasado de los protagonistas que sirven de base a los acontecimientos del presente y que permiten entender las motivaciones de los actos que se producirán en el futuro. No hay un orden en estas historias, saltan de modo anárquico de la infancia a la adolescencia y de vuelta en la infancia otra vez. Eso permite que, en todo momento, la lectura sea una aventura y no sea posible imaginar qué viene a continuación. Igualmente, esta estructura cerrada pero desordenada, permite pasar de momentos verdaderamente tronchantes (el primer encuentro entre Paula y Charlo) a escenas que se gravan a fuego en la memoria por su terrible crudeza (las visitas de Paula a los médicos, su paulatino hundimiento en la culpa, la descripción de sus años en el instituto).

El desarrollo de los personajes es modélico y si, por supuesto, es el de Paula el más rico y detallado, Doyle dedica tiempo y esfuerzo para no caer en los tópicos ni en el retrato de los niños ni en el del brutal Charlo. Pero, como he comentado, es Paula el gran hallazgo de esta obra. A lo largo de las poco más de trescientas páginas de la novela, la inmensa presencia del personaje lo empapa todo. La sentimos respirar, amar, odiar, sangrar. Nos reímos con ella, lloramos con ella. Entendemos sus miedos ("Pasaban meses sin que sucediera nada, pero la amenaza se cernía siempre en el horizonte. Como una promesa"), compartimos sus momentos de felicidad ("Dejé de ser una cualquiera el día que bailé con Charlo Spencer") y asistimos al terrible desarrollo de su desgracia que inicia el vuelo desde la autoinculpación ("Él lo era todo, yo no era nada. Le provocaba. Yo era una estúpida"), pasando por la desesperación ante la ceguera general ("Les habría contado todo. Sólo tenían que llevarme detrás de la cortina, sólo tenían que hacerme la pregunta adecuada"), la muerte como persona ("Esa era mi vida. Recibir una paliza, esperar una paliza. Recobrarme. Olvidarlo todo") y la resurrección en una nueva ("No sé distinguir lo cercano de lo distante. Un día me casé. Otro le eché de casa. Ocurrió entre medias. Eso es todo").

Si fuera Ministro de Educación, incluiría esta obra en la nueva y polémica asignatura de Educación para la Ciudadanía, como óptimo medio para controlar la lacra de los malos tratos y para aprender una serie de conceptos como la honestidad, la valentía, el esfuerzo o el coraje, de escaso calado todos ellos en la sociedad que nos ha tocado vivir. Como no lo soy ni pretendo serlo, me conformo con dedicarle esta lineas a esta novela valiente y necesaria como pocas. A ver si cunde el ejemplo.

miércoles, 24 de octubre de 2007

El que calla y observa


Las imágenes han recorrido las televisiones de todo el país durante los últimos dos días. La agresión verbal y física de un cafre analfabeto a una menor de origen sudamericano en el metro de Barcelona ha estremecido a quienes lo hemos visto por su gratuita y escalofriante violencia, convirtiéndose en caldo de cultivo para innumerables comentarios, artículos y tertulias de todo tipo. Por si fuera poca noticia en sí misma, la justicia, una vez más, no ha estado a la altura y, ayer por la tarde, el agresor, que había sido detenido el pasado viernes, quedaba en libertad por incomparecencia del fiscal de guardia al acto de declaración. Para poner el lazo mediático a los hechos, todos los implicados en los acontecimientos han compuesto una sinfonía de despropósitos y exageraciones de difícil explicación que incluyen lindezas tales como la invitación a linchar al agresor que recorre Internet (?), el rasgado de vestiduras que se ha producido en Ecuador y que ha llevado al Ministro de Asuntos Exteriores de aquel país a viajar al nuestro para consolar y apoyar a la pobre chica (??) o la comparecencia hoy en rueda de prensa del Ministro de Justicia para comunicar la inmediata detención del agresor (???).

Con todo y con eso, existe un aspecto de los hechos de los que nadie habla y que resulta, desde mi punto de vista, bastante reprobable cuando no simplemente repugnante. Un comportamiento quizás no tan llamativo como el llevado a cabo por el agresor, pero, quizás, más tenebroso e indignante. Me estoy refiriendo al que calla y observa. Al principio, la ira que generan las imágenes no nos permiten reparar en su presencia, pero el bombardeo mediático reduce el impacto de lo emitido y es entonces cuando le vemos. Agazapado, en la parte inferior de la imagen, observando, callando, escuchando, presenciando una agresión. Y no moviendo un músculo. Ni un gesto, ni un amago de acto voluntario. Nada. Sencillamente nada. Cerrar la puerta al monstruo con la esperanza de que, una vez abierta, ya no esté esperando.

El escritor Ambrose Bierce decía que un cobarde es un hombre cuyo instinto de conservación funciona con normalidad. Es posible. Y eso le permitirá, probablemente, vivir mucho más tiempo que el que no comparte esa condición. Lo que no sé es si lo hará con tranquilidad de espíritu. Hay que tener unas hechuras especiales y con mucha holgura para presenciar unos hechos como los ocurridos en el metro de Barcelona y seguir adelante como si nada hubiera pasado. El miedo es libre y ataca cuando menos lo espera, pero ese que calla y observa no tiene miedo. Si lo tuviera, transmitiría nerviosismo, malestar. Posiblemente, de ser presa del pánico, saldría huyendo del vagón sin mirar atrás y haciendo crecer segundo a segundo la distancia con la fuente de su miedo. Sin embargo, esta persona no se mueve. No pestañea. Se limita a mirar para otro lado, haciendo tiempo. Y cuando vuelve su mirada a los hechos que se están produciendo, su expresión y su actitud no han variado un ápice. Parece casi molesto, como si le fastidiara comprobar que el ataque no ha concluido. No existe el miedo. Lo que se desliza allí es una cobardía ruin y repugnante, que no conoce límite ni mesura. Una cobardía superlativa que, comparada con la violencia del agresor difumina sus diferencias hasta la confusión

Puedo entender, con una arcada en la boca, que una pandilla de botarates alcoholizados y violentos puedan generar temor en quien presencie en soledad hechos similares. Pero es incomprensible que, cuando es uno el agresor y uno ( o más) los que observan, no exista el coraje suficiente para hacer un gesto, un movimiento, una voz, una llamada al orden que evite el escarnio gratuito de otra persona. De haber sido él la víctima, lo hubiera agradecido.

viernes, 19 de octubre de 2007

Luz tras la puerta


La escasez de talento, el sometimiento de los principios y los programas a las reglas del juego económico y empresarial, así como la ausencia de un concepto unificador que acabara con los jurásicos conceptos de izquierda y derecha han llevado al que suscribe a votar en blanco desde hace ya bastantes convocatorias electorales. Si bien ejercer esta opción para manifestar una sólida disconformidad contra nuestros políticos así como un apoyo incondicionado al sistema es tan eficaz como lo sería un sifón frente a un incendio forestal, no he podido por menos que agarrarme a este clavo como última esperanza antes de despeñarme por el acantilado de la abstención.

A tan precario equilibrio me han conducido los rancios aires de corrupción de Felipe González, las sangrientas payasadas bélicas de José María Aznar y el mundo feliz sin terroristas ni tensiones nacionalistas en el que vive José Luis Rodríguez Zapatero. Dicen que un líder es aquel que sin ser inteligente, sabe rodearse de gente que sí lo es. Desgraciadamente, tampoco es nuestro caso y por cada Nicolás Redondo Terreros surgen tres o cuatro Pepe Blancos. Como le ocurría a Heracles con la hidra mitológica de Lerna, cortas la cabeza de un Rodrigo Rato y aparecen un Acebes y dos Moratinos. Como puede entenderse, un panorama desolador, una inmensa nada, un puerta a la esperanza cerrada a cal y canto.

Afortunadamente, desde hace unas semanas, parece existir vida al otro lado del muro y un brillo ilusionante se cuela por las rendijas gracias a la nueva iniciativa política que están dando forma, entre otros, Rosa Díez y Fernando Savater y que responde al nombre de Unión, Progreso y Democracia o, lo que es lo mismo, UPD. Reconozco que mi admiración hacia Savater, una de las cabezas mejor amuebladas del país, ha sido un elemento capital para acercarme a esta iniciativa. Aunque también matizo que, de no haber encontrado las ideas, propuestas y planteamientos que están recogidos en su manifiesto fundacional, no hubiera pasado de ser una anécdota más en la trayectoria del filósofo y escritor vasco.

A través de UPD, se pretende dar salida a aquellos que, como yo, abominamos de los cajones estancos de los que no se puede salir sin riesgo a perderlo todo. Para esta embrionaria formación, es perfectamente posible apoyar una educación pública laica en la que ni se enseñe una religión única ni se den clases de ateísmo o agnosticismo y, al mismo tiempo, estar radicalmente en contra de la negociación con ETA. No es incompatible ser un defensor del matrimonio homosexual y estar en contra de la manga ancha para los nacionalismos separatistas. Considerar que el partido que obtiene más votos en unas elecciones sea el que, ineludiblemente, debe formar gobierno no es una cara distinta del que considera necesaria una reforma del Senado para que efectivamente sea una cámara de representación territorial y no un local con piscina. Escandalizarse cuando nuestra política internacional se aleja de la Bahía de Hudson y pone proa hacia el Caribe no implica que aplaudamos las matanzas en Irak ni obstaculiza el ser contrario a las guerras petroleras sin otra razón de ser que sacar tajada económica.

En cierto modo, UPD pretende hacerse con el hueco que, en su momento, ocupó la UCD o el efímero CDS. Como si nuestro país fuera el Mar Rojo, Savater y los demás componentes de UPD pretenden transitar por la ancha senda del justo medio que han labrado con sus escoramientos a derecha e izquierda los dos principales partidos políticos. Como dicen en su impecable manifiesto fundacional "a nosotros nos gustaría ser capaces de aprovechar los elementos positivos de unos y de otros (los de la derecha y los de la izquierda) , pero sin tener que cargar con sus prejuicios y resabios reaccionarios, que existen en los dos campos. No denunciamos que los partidos actuales lo hagan todo mal, sólo señalamos que ninguno lo hace tan bien como para que debamos renunciar a buscar alguna alternativa mejor".

Ilusionantes palabras. Brillantes ideas. Sólidas propuestas. Ignoro en qué quedará este proyecto y si el apoyo de los electores le permitirá llevarlas a cabo o, al menos, defenderlas en el Parlamento, pero, cuando casi el 25% del censo electoral de un país prefiere permanecer en casa el día en el que se decide quién va a manejar las grandes magnitudes políticas, sociales y económicas de su existencia durante los próximos cuatro años, es evidente que el pozo se agota y es imprescindible encontrar nuevas fuentes de aprovisionamiento. Si no son puertas, que, al menos, sean bisagras. Nos irá mucho mejor que con las actuales.

lunes, 15 de octubre de 2007

Una película española


El aplauso suele ser el colofón de la mayor parte de las manifestaciones artísticas. Surge casi de manera espontánea tras una buena representación de teatro, una función de ópera especialmente memorable o un concierto musical de marcada calidad. Sin embargo, el cine no suele disfrutar de tan gratificante epílogo. Probablemente, el hecho de que el artista o artistas implicado en una película no estén presentes al finalizar la obra y no puedan disfrutar de tan afectuosa muestra de agradecimiento, así como el carácter enlatado de las películas, tan lejano de la inmediatez que tiene la representación "en directo", hacen que, habitualmente, encendidas las luces de la sala, el único modo de saber el grado de satisfacción de los espectadores tras la proyección, sea escuchar sus comentarios a la persona o personas que han compartido con ellos la experiencia.

Sin embargo, en ocasiones, se produce el milagro y el grado de conexión entre lo que muestra la pantalla y los asistentes a la proyección es tal, que la ovación, inesperada e inexorable, nace apenas comienzan los títulos de crédito. En mis ya considerables años de amante del cine, puedo contar con los dedos de una mano, las veces en las que he presenciado algo así. A primera sangre y sin afan de exhaustividad, recuerdo haber vivido ovaciones esplendorosas tras la proyección de "Cadena perpetua", "La vida es bella", "Spiderman", "El fugitivo" y "Los puentes de Madison". Pocas más, la verdad. No es necesario que sean obras maestras indiscutibles. Algunas los son, como la última mencionada, pero en general, se tratan de autenticas redes de sensaciones que atrapan de manera especial por el carisma de los personajes, la emoción de sus aventuras o la intensidad de sus sentimientos. Desde ayer, "El orfanato", de Juan Antonio Bayona se ha incorporado a tan selecto club de ovacionadas.

Laura (una Belén Rueda superlativa, inmensa, apabullante) regresa al orfanato donde pasó su infancia. La acompañan su marido, Carlos (Fernando Cayo) y su hijo, Simón (Roger Príncep) con la idea de crear una residencia para niños con deficiencias. La aparición de Benigna (Montserrat Carulla) una misteriosa mujer que parece conocer mucho de la vida de la familia, precipita los acontecimientos y, de modo sorpresivo, Simón desaparece sin dejar rastro, para desesperación de Laura y Carlos. Cuando las explicaciones naturales de los hechos pierden fuerza, se abren paso las sobrenaturales y algunos hechos acontecidos hace años en el orfanato parecen ganar puestos como causas de la desaparición de Simón.

La película de Bayona bebe, obviamente, de muchas fuentes. Se aprecian ecos de "Al final de la escalera", "Los otros", "La guarida", "The dark", "Frágiles" o "Suspense". Algunos han criticado por este lado la película, acusándola de refrito de tópicos del género, sin darse o sin querer darse cuenta de que tampoco Amenabar creó nada nuevo con "Los otros" ni Balagueró resolvió la cuadratura del círculo con "Frágiles". Bayona no ha vivido en Marte en los últimos años y, en este tiempo, ha visto cine (mucho, a tenor de la calidad de su propuesta), ha tomado datos, entresacado elementos y sobre ellos ha creado un plato en el que la calidad de los ingredientes, la exactitud en la medición de sus cantidades y un toque personal, convierten "El orfanato" en un manjar de primera magnitud.

La labor de Bayona tras las cámara es soberbia, elegante, precisa, con alguna concesión a la galería a través de innecesarios pero eficaces golpes de efecto, pero, en general, con un concepto del ritmo y la tensión verdaderamente sorprendente en una ópera prima. El manejo de las atmósferas inquietantes (la impecable secuencia con Geraldine Chaplin, Laura intentando ponerse en contacto con los espíritus a través de un juego infantil) y la maestría en el control de los resortes tradicionales del género (la aterradora primera aparición del niño del saco o la secuencia de Laura y Benigna en el cobertizo) acreditan la aparición de un talento especial en nuestro páramo cinematográfico que además cuenta con la ventaja de un guión modélico, compacto y perfectamente enlazado que ya hace diez años fue seleccionado para el Laboratorio de guiones del Instituto de Sundance y que viene firmado por Sergio G. Sánchez un nombre al que no conviene perder la pista y que a punto está de rematar "3993", un nuevo guión que ya prepara Guillermo del Toro.

En cuanto a los actores, es necesario detenerse aunque sea brevemente a ensalzar la labor de todos ellos. La interpretación de Belén Rueda es tan deslumbrante, tan llena de matices, tan arrolladora que eclipsa por completo a sus compañeros de reparto. Y sería injusto no comentar las excelentes interpretaciones de una recuperada y espléndida Geraldine Chaplin en un papel breve pero intenso y, especialmente, la de Fernando Cayo, impecable en su difícil tarea de comparsa y que aprovecha sus escasos minutos en pantalla para llenarla con su mirada comprensiva y desesperada que muta al escepticismo y el reproche con pasmosa facilidad. El jovencísimo Roger Prínceps en su primer papel para la gran pantalla, apunta maneras de gran actor que, espero, no se diluyan con la edad.

Sería una pena que esta espléndida película se archivara en el saco de las "españoladas" en el que mucha gente la ha metido sin ver un sólo fotograma. "El orfanato" es cine del bueno, que no tiene nada que envidiar a las películas que, actualmente, marchan por las carteleras de medio mundo. Efectivamente, es española. Desde el director, hasta el que enfría el botijo. Con actores españoles, montadores del sur del país, fotógrafo nacional y un realizador alumbrado en Barcelona. Y, por ser una magnífica película, hecha además en nuestro país la productora norteamericana New Line Cinema ha comprado los derechos sobre la misma cuando aún no se había estrenado. Si hay alguien al que esto le valga de acicate, bienvenido sea.

miércoles, 10 de octubre de 2007

Aficionados


No dejes que la realidad te estropee una buena noticia. Ésta parece ser la máxima que rige el día a día de muchos profesionales o, más bien, aficionados al periodismo. La voracidad informativa del público, hace que las noticias se sirvan, mucho antes de estar cocinadas, cuando ni siquiera han empezado a cuajar. Así y bajo el manto de la confusión, se disparan datos como si fueran misiles, con la esperanza de que alguno dé en el objetivo y poder apuntarse la victoria frente a la competencia, arañando, además, así un poco de audiencia. Por supuesto, de los daños causados con los que no hicieron blanco, nadie sabe nada, ni, por supuesto, quién fue el responsable. Si Jesucristo viviera en la actualidad, moriría lapidado si pidiera al que esté libre de culpas que tirara la primera piedra. Ejemplos de esto, los hay a racimos. Todos los días. Pero el que escuché ayer, me parece especialmente, despreciable.

Tras el nuevo atentado de la basura etarra, en el programa de Telemadrid que comanda la, imagino, periodista, Curri Valenzuela, se anunció al público, por parte de la susodicha y cuando ya concluía la emisión que el guardaespaldas del concejal socialista contra el que se había atentado, acababa de morir, tras debatirse entre la vida y la muerte. Dos minutos después y recién iniciado el telediario, el locutor daba noticia del atentado y aclaraba que el guardaespaldas se encontraba gravemente malherido. Hoy por la mañana, han emitido un vídeo en el que el mencionado escolta entraba por su propio pie en la ambulancia tras el atentado, rumbo al hospital, donde iba a ser intervenido. Ignoro si este hombre terminará muriendo como consecuencia del atentado o, por el contrario, le esperan años de felicidad junto a su familia, pero, lo que es un hecho es que alguien ha abierto la bocaza antes de tiempo.

Si yo fuera la mujer de este hombre (o su hijo o su madre o su amigo o su compañero de trabajo) y no me hubiera quedado en el sitio por la impresión de saber que Gabriel Ginés, que así se llama el escolta herido, había muerto en el atentado, para, posteriormente, quedar malherido y terminar dando un paseo hasta el hospital, si no me hubiera quedado en el sitio, como decía, cogería el teléfono del programa de la señora Valenzuela y le preguntaría si mereció la pena. Le preguntaría si con el anuncio de la muerte de mi marido (o de mi padre o de mi hijo o de mi amigo o compañero) subió un honroso puesto más en el listado de programas más visto y le ha proporcionado el liderato en su franja horaria. Le preguntaría si, de haber sido su marido, hubiera ella agradecido tener esa información y en el mismo orden que yo la tuve. Le preguntaría si contrastó la información o, sencillamente, se limitó a decir lo que la dictaban a micrófono cerrado. Si tuvo dudas, si, por un momento, pensó en el daño que podía hacer si esa noticia no era real, si tuvo que decidir entre noticia y realidad y optó por esta última. Le preguntaría, en definitiva, si es una profesional de la información o una simple aficionada. Y todo ello lo preguntaría sin tardar mucho, porque las cosas se olvidan con rapidez, diluyéndose sin darnos cuenta y luego nadie recuerda quién fue el culpable.

lunes, 8 de octubre de 2007

El heredero de la corona


Alexandre Desplat es, en la actualidad, el compositor de bandas sonoras más interesante del panorama internacional. Con John Williams superando holgadamente los setenta y cinco años y ante la desaparición de autores como Jerry Goldsmith o John Barry (aquél por fallecimiento, éste por retiro voluntario), el compositor francés se perfila claramente como sucesor en el trono de estos auténticos genios de la música para películas.

Su filmografía es breve y ecléctica. El compositor francés es capaz de tejer las redes musicales que acompañan las andanzas adrenalíticas de Bruce Willis en la reinvindicable "Hostage" y, en un vertiginoso giro, sumergirse en el Renacimiento y dar colorido a los grises amoríos de Heath Ledger en la fallida y atontada "Casanova". Mundos opuestos en los que late una vena común: las ganas de aportar algo fresco con un humilde respeto a lo ya escrito. En su música hay pinceladas de Barry, de Jarre y un cierto gusto por las melodías delicadas y de cierta complejidad sin, por supuesto, excederse demasiado. En el caso de "El velo pintado", la extraordinaria película de añejo sabor que John Curran se sacó de la manga el año pasado, Desplat firma el que es, sin duda, su mejor trabajo hasta la fecha.

La banda sonora se llevó merecidamente el Globo de Oro el año pasado y aunque, incomprensiblemente no estuvo nominada al óscar en la última edición de estos premios, sí lo estuvo Alexandre Desplat con otra espléndida partitura, en este caso para "La Reina". Misteriosamente, la estatuilla no acabó en la mesilla de noche del francés y fue a parar a las estanterías del argentino Gustavo Santaolalla por su aburrida composición para la hueca y soporífera "Babel".

Desde "The painted veil", el primer tema del disco se aprecia que algo especial está a punto de suceder: los tonos étnicos parecen anunciar al plomizo James Horner, pero a los pocos segundos, una rápida aportación al piano que se repite sin cesar rompe la calma mientras Desplat desarrolla una melodía de una belleza extraña y exotica que entronca con las imágenes de comienzan a aparecer en la pantalla. Tras este maravilloso tema central , Desplat desgrana durante diez y ocho temas más una docena larga de melodías sinuosas que no tiene pudor en salpicar con épicos tonos de marcha al más puro estilo John Williams ("The water wheel") e, incluso, temas con cierto aire electrónico como la inquietante "Death Convoy".

Pero es sin duda en los momentos románticos cuando el francés da el do de pecho. De la mano del genial pianista chino Lang Lang, Desplat ofrece algunos cortes como "River waltz" o "Kitty's theme"que, sencillamente, cortan la respiración por su inusitada belleza. Por si fuera poco, el disco incluye una interpretación a cargo de Lang Lang de la Gnossienne nº 1 de Satie, de capital importancia en la película y que marca en cierta medida el tono de esta obra a descubrir.

martes, 2 de octubre de 2007

El demonio de Tasmania


Se llamaba Errol Leslie Thomson Flynn y, gracias al acierto de algún avispado agente, ha pasado a la historia del cine con el nombre de Errol Flynn y no como Leslie Thomson. Triunfó en la época dorada de Hollywood y, a pesar de ser australiano (de Tasmania para ser exactos), nadie encarnó como él al prototipo de hombre honrado, encantador, valiente y aventurero que tanto dinero dejó en las arcas de los estudios de Hollywood.

De naturaleza rebelde y agitada, marcó maneras desde sus primeros años, siendo expulsado de varios colegios por indisciplina en su Australia natal. Llegó incluso a ser escogido para representar a su país en los juegos olímpicos de Amsterdam, en 1928, pero no era capaz de aguantar disciplina alguna y no acudió a la convocatoria. En su lugar, se enroló en la tripulación de un barco y se dedicó a recorrer mundo, ejerciendo docenas de empleos de todo tipo y condición. Fue cocinero, capataz en una plantación de tabaco en Nueva Guinea, buscador de perlas, friegaplatos y encargado de una gasolinera entre otras muchas cosas. Su aterrizaje en Estados Unidos fue el punto de inflexión que marcó su existencia.

Debutó en Hollywood en 1935, de la mano de ue cazatalentos de la Warner que le sirvió en bandeja el papel protagonista de la mítica "El Capitan Blood", una apabullante película de piratas que lanzó al estrellato al por entonces veinteañero Flynn y que conmocionó las plateas de medio mundo. El público de la época no estaba preparado para semejante terremoto. Su físico demoledor y su personalidad aventurera y canalla, desbordante de carisma y encanto no encontró oposición entre los actores de la época y desde esa primera aparición y hasta que se retiró del cine, casi nadie logró hacerle sombra. De las cincuenta películas que rodó, doce fueron éxitos de campeonato ("Robin Hood", "Murieron con las botas puestas", "La carga de la brigada ligera"), se codeó con los grandes directores de la época que sacaron petróleo de su aire socarrón y aventurero y constituyo junto a Olivia de Havilland una de las grandes parejas cinematográficas de todos los tiempos. El público lo adoraba y, como decía su amigo, Irving Rapper, "tuvo el mundo entero en la palma de sus manos y no supo aprovecharlo".

Y no supo aprovecharlo, porque para él, solo había dos cosas importantes en la vida y una de ellas no era el cine. "El whisky me gusta viejo y las mujeres jóvenes", solía decir. Whisky y sexo, esos eran los motivos fundamentales por la que el australiano trabajaba. Algunas de las fiestas más salvajes y depravadas de la historia de Hollywood se produjeron en la famosa "House of pleasure", la casa que compartió con su amigo Clark Gable y en la que el actor y sus múltiples invitados eran invitados a beber y fornicar hasta el desfallecimiento. Habitaciones con cristaleras para no perder detalles de lo que ocurría en su interior, concursos de aguante sexual en los que al parecer al actor siempre salía triunfador y, por supuesto, el emblemático concierto de pene, en el que el actor utilizaba su miembro para aporrear las teclas de su piano y que Marilyn Monroe contó con todo detalle al escritor Truman Capote. Sus borracheras junto a gente como el mencionado Gable o el realizador Raoul Walsh eran antológicas, llegando al extremo, el día que murió el actor John Barrymore, amigo de correrías del actor y cuyo cadaver fue robado del depósito y colocado en el salón de Flynn por Walsh y sus ebrios amigos, "para que lo tuviera siempre cerca".Como es de imaginar, esa vida de excesos no era bien vista por los estudios. Sin embargo, el público seguía adorándolo. Ni siquiera cuando tuvo que hacer frente a varias denuncias por violación, de las que fue absuelto, sus admiradores le abandonaron.

El nunca se consideró actor. Trabajaba en el cine para pagar sus vicios y dar salida a su impetuoso temperamento no exento de vanidad, pero nunca se sintió parte de ese mundo. En consecuencia, siempre andaba fuera de las estrechas lindes de comportamiento que marcaban los estudios para sus estrellas. Mientras funcionó como máquina de generar ingresos, los estudios capearon el temporal de sus continuos excesos. Cuando la máquina se secó, dieron carpetazo y lo dejaron a la deriva. Realmente, nunca le molestó ese abandono por parte de aquellos a los que tanto dinero había hecho ganar. Hizo las maletas, montó en su yate y se dedicó durante sus últimos años a vagabundear por los mares, disfrutando de las mujeres y del alcohol (inyectaba vodka en las naranjas para que nadie pudiera recriminarle que bebiera desde el desayuno) hasta que un catorce de octubre de 1959 cayó fulminado por un ataque al corazón con tan solo cincuenta años. Cuando realizaron su autopsia, encontraron un organismo pulverizado por los excesos, propio de una persona de setenta años. Sin duda, nadie podrá decir que no aprovechó el tiempo.

martes, 25 de septiembre de 2007

Alquimia


A veces, es mucho más sugestivo el modo en el que una historia está contada que la historia en si misma. Una mal director puede destrozar un buen guión y, del mismo modo, un realizador con hechuras y buena cintura puede crear algo grande desde la misma nada. El francés Alexander Aja es un buen ejemplo de este tipo de directores y su película "Alta Tensión" el prototipo de película sin entidad ni contenido que alcanza categoría de mito gracias a la sabiduría de quien la realiza.

Nada en el argumento de "Alta tensión" parece interesante, a menos que uno sea un aficionado al cine de terror. Casa solitaria. Familia que duerme confiada. Asesino en serie con afición por las armas blancas. Sangre. Asesinatos. Persecuciones. Sin duda, nada nuevo bajo el sol. Cualquier espectador potencial sin interés por este tipo de historias, pasaría página y no gastaría un céntimo en contemplar lo que dicho argumento pudiera dar de si. Cometería un error, pero, indudablemente, es un error comprensible.

Del mismo modo que los antiguos alquimistas lograban convertir el plomo en oro, Alexander Aja crea una película modélica en su genero con tan magros y trabajados mimbres. El cesto no es, desgraciadamente, perfecto y, sobre todo en su parte final, la película se contorsiona innecesaria y dolorosamente para provocar la sorpresa en el espectador. Sin embargo, la maestría que hasta ese momento acredita el realizador francés consigue que aceptemos pulpo como animal de compañía e, incluso, veamos con cierta benevolencia los excesos que lastran este tramo final. Excesos que, al parecer, fueron una exigencia del megalómano y exorbitado Luc Bresson, productor, por cierto, de la película.

Todo lo que acontece en la película ha sido visto antes. Los asesinatos, las persecuciones, los momentos de calma que preceden al estallido de la tormenta. Sin embargo, todo es, a su vez, novedoso. ¿Cuantas veces en las películas de terror, un personaje, oculto en un servicio público ha sufrido en silencio el lento e inexorable acercamiento del asesino mientras las puertas que preceden a su escondite son abiertas de par en par? Sin duda, docenas. Sin embargo, el grado de horror, de insoportable tensión que genera la modélica planificación de la escena por parte del director francés hacen que nos parezca asistir a algo nuevo y original. La secuencia mencionada y otras como el acoso en el invernadero o la aterradora secuencia en la gasolinera son, sencillamente, prodigiosas. Su cámara es de un clasicismo soberbio. Aja no necesita de angulaciones imposibles, contrapicados gratuitos o frenéticos montajes. Los numerosos momentos violentos de la película (Terribles, de una crudeza difícilmente soportable) están rodados casi en plano fijo, sin escatimar detalles. Los encuadres, la lograda fotografía, la elegancia que imprime a los movimientos de su cámara. Su labor es modélica en todos los aspectos.

Aja demuestra ser, además un espléndido director de actores y logra de sus intérpretes unas actuaciones de sorprendente intensidad. La intrépida Marie (Cecile de France) logra con su contenida y física interpretación que nos sintamos, en todo momento, parte de su espeluznante experiencia. La seguimos por el bosque, acompañamos su huida por la casa asaltada y contenemos con ella la respiración dentro del armario. Todo con tal de evitar que el enigmático asesino (Philippe Nahon) logre encontrarla y acabar con ella. De este sanguinario personaje poco sabemos durante la mayor parte del metraje. Sabemos lo que hace, el modo en el que lo hace y que es mejor que no nos encuentre. Intuimos su aspecto, su corpulencia, su estrafalario aspecto, pero apenas le vemos. Escuchamos sus pasos, lentos y pesados, su respiración asmática, pero sería imposible describirlo. Es exactamente esa imprecisión, esa sensación de que puede ser cualquiera la que consigue que nos ovillemos en la butaca cada vez que sentimos o, difusamente, intuimos su aterradora presencia.

La película de Alexander Aja no es un espectáculo para todos los públicos. Es violenta, salvaje y, por momentos, la tensión (pocas veces un título ha sido tan acertado) resulta francamente insoportable. Sin embargo y aunque sea difícil de creer para quien no la haya visto, es una gran película, quizás la mejor del género en los últimos diez años. Y tras sus imágenes, se encuentra uno de los realizadores más personales y elegantes actualmente en activo. Parece mentira que pueda usarse la palabra elegancia para referirse a una película de estas características, pero, también parecía imposible que el plomo se convirtiera en oro y, al parecer, los alquimistas lo lograban.

viernes, 21 de septiembre de 2007

El juicio del siglo


Que los Estados Unidos son la tierra de las oportunidades, es algo incuestionable. Allí todo el mundo tiene su momento de gloria. Para bien o para mal, cualquiera es capaz de convertirse en noticia o, incluso en una celebridad, bien por una casualidad o por voluntad propia. El último en apuntarse a este carro ha sido Ernie Chambers, senador por Nebraska que ha presentado ante los tribunales del estado una demanda contra Dios. Ni más ni menos.

Según este caballero de estrafalaria apariencia (Buenafuente lo definió como un cruce entre Morgan Freeman y el abuelo de Heidi), el denunciado ha provocado"muertes generalizadas, destrucciones y ha aterrorizado a millones y millones de habitantes de la tierra, incluidos bebés inocentes, niños, ancianos y enfermos, sin ninguna distinción". Además, tamañas monstruosidades las ha llevado a cabo sin demostrar la menor compasión ni un mísero asomo de remordimiento, lo que hace temer la reincidencia del sujeto en comportamiento similares o, incluso, peores, ya que "la conducta pasada y la historia del demandado hace ver que sus amenazas terroríficas son creíbles".

Dado el carácter ubicuo y omnipresente del demandado, el "defensor de los oprimidos", como es conocido Chambers entre sus conciudadanos, ha intentado citarlo, sin éxito ante el tribunal a través de invocaciones y llamamientos del estilo de "manifiéstate, manifiéstate, donde quiera que estés". Viendo que así no iba a ninguna parte, el senador ha optado por convocar a personas de "varias religiones, denominaciones, y cultos que, de manera notoria, reconocen ser agentes del demandado y hablan en su representación" para que el demandado no sea juzgado en rebeldía. Aunque parezca increible, la demanda ha prosperado y ha sido admitida a trámite por el tribunal. Con dicha decisión, tomada al parecer sin el concuros de sustancias estupefacientes, los miembros del juzgado han dado carta de naturaleza al objetivo primordial del senador Chambers y que no era otro que acreditar que "cualquiera puede denunciar a cualquiera, incluso a Dios".

Toda la historia es, por supuesto, un despropósito ilimitado que únicamente puede producirse en un país como los Estados Unidos, donde, efectivamente y como ya se sabía antes de que Morgan de los Alpes montara este circo, puede caer una demanda contra cualquiera y por cualquier motivo. En Estados Unidos, existe un abogado por cada 300 personas y la demanda indiscriminada es, junto al béisbol, el deporte nacional. Desde las multinacionales hasta el vecino de enfrente. Todos pueden, de repente, encontrarse frente a un tribunal por realizar determinadas prácticas sexuales en su propia casa o por servir el café demasiado caliente. Y muchas, hasta las más absurdas como ésta, son tramitadas e, incluso, en ocasiones, triunfan, haciendo bueno aquel dicho en virtud del cual cuanto mayor es el número de abogados menor es la importancia de la justicia.

Sin embargo, sería injusto no reconocer al senador que la idea que plantea es, cuanto menos, interesante. Suponiendo que exista y que no sea, como dice Feuerbach, una creación del hombre a su imagen y semejanza, si fuera posible llevar a Dios a juicio, ¿sería declarado inocente? Indudablemente y de manera prevía, debería acreditarse que ha realizado actos delictivos, bien de manera directa, bien mediante inducción, pero, en mi opinión y únicamente echando un vistazo a la mitología bíblica o a hechos históricos pretéritos y actuales, eso, no sería problema. Pueden contarse por millones los hombres y mujeres que han muerto por su acto directo, en su nombre o a manos de quienes lo ostentan. El escritor británico C.S. Lewis, católico fervoroso, llegó a escribir que, "por sus actos, Dios puede pasar por "un sádico del cosmos que nos golpea en la única vida que conocemos hasta grados inimaginables. ". Hijos, parientes, civilizaciones enteras arrasadas por un quítame allá ese becerro de oro o esa media luna. Sin dudar ni un minuto y sin apelación posible.

Si dejamos a un lado el dolor y el sufrimiento físico y nos centramos en el espiritual y subjetivo, Dios tampoco sale muy bien parado. Y no sólo por ese conformismo vital basado en el más allá que ha sido predicado desde siempre, dando lugar a un efecto placebo cuya base argumental es un castillo de naipes, sino al destierro al que ha condenado a la razón con ese curioso invento de la fe. Apoyándose en ella, es posible aceptar todo y en consecuencia, es estéril quejarse. Y no sólo porque lo ocurrido es irreversible sino porque, además, no tienes la capacidad de acercarte siquiera a comprenderlo. Dicen que los caminos del Señor son inescrutables y, por consiguiente, incomprensibles por nosotros, pero somos precisamente nosotros los que deambulamos por ellos. No estaría de más el saber por donde vamos.

Desde mi punto de vista, no son, en consecuencia, pocos los hechos que podrían imputársele y no me parece que ese hipotético juicio fuera a ser un camino de rosas para Él. Son demasiadas cosas, demasiadas injusticias y golpes de efectos vacíos de contenido los cometidos desde el principio de los tiempos. Sin duda, éste sí que sería el juicio del siglo y no el de O.J. Simpson. Lo malo es que al igual que ocurrió en el de este último, al final y a pesar de las pruebas en su contra, lo salvarían sus abogados. Como llevan siglos haciendo.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Imaginemos


En su huida del tedio que la rodea, nuestra sociedad está empezando a quedarse sin escondites. Leer, trabajar, viajar, escuchar música, hacer el amor, tomar copas, todo eso se nos queda corto. Cada vez con mayor asiduidad, surgen fórmulas alternativas de ocio que nos desvinculan de la saturada y fastidiosa senda del "día a día". La mayoría de las veces se tratan de actividades más o menos inofensivas para terceros que se limitan a estirar al máximo el flujo de adrenalina que dispara lo desconocido o arriesgado. Sin embargo, hay ocasiones, en las que sencillamente, se cruza la linea.

Recientemente he leído que, en la zona fronteriza de Méjico con Estados Unidos está popularizándose una actividad que responde al nombre de "caminata nocturna". Dicho programa consiste en convertirse por una noche y a cambio de unos 500 pesos (15 euros al cambio) en un auténtico y genuino "inmigrante". Durante unas dos horas, los participantes se dedican a evitar las patrullas policiales, a recorrer centenares de metros hundidos en el fango o sumergirse en túneles impracticables para sentir la tensión y el miedo que sufren diariamente los centenares de mejicanos que se juegan la vida para alcanzar una algo mejor en un país más próspero que el suyo o, al menos, en el que tienen previsto vivir una vida mejor. Por supuesto, en esta actividad, todo es falso: los policías, las sirenas, las carreras perseguidos por los perros. Si una patrulla te descubre, a pesar de los gritos y de desaparecer dentro del coche, nada impedirá que a las dos horas justas, el capturado espere a sus compañeros en el punto de encuentro con una José Cuervo en las manos y el motor del coche preparado para volver pronto a casa.

Frivolizar sobre un drama que afecta a cientos de personas que abandonan todos los días familia e hijos a la búsqueda de una oportunidad es, cuanto menos, ofensivo. Imaginemos por un momento que en vez de la frontera mejicana, estuviéramos hablando de la costa de Algeciras. Imaginemos que la caminata, en vez de ser por tierra, fuera por mar. Imaginemos que, a cambio de unos euros, una empresa explotara una actividad diseñada para sentir la emoción de navegar en precario equilibrio sobre una de esas pateras tan chulas que cruzan el estrecho un día sí y otro también. Todos juntos, con la brisa acariciando tu rostro y la espuma de mar salpicando todo a tu alrededor. Podría incluso organizarse la aparición estelar de una lancha de la policía que intentara detener nuestro vehículo. Incluso soltar algún disparo que otro, para crear el ambiente adecuado. Si caes al mar, no hay problema, uno de nuestros buzos, te recogerá y te dejará en la costa con un platito de bienmesabe y un fino para que esperes a tus amigos. "Llega donde otros no llegan" podría ser un buen mensaje publicitario.

No sé si será porque me estoy haciendo viejo, pero cada día comprendo menos las cosas que pasan. Me resulta imposible entender que alguien pueda encontrar el menor interés en algo así. Y, sin embargo, docenas de personas se apuntan a estas payasadas, pagan sus 500 pesos y pasan la noche haciendo el moñas por el desierto mientras se dan codazos cómplices los unos a los otros, frotándose las manos sólo de pensar en lo que esta historia va a dar de si cuando la cuenten en la oficina a sus aburridos compañeros. Probablemente, a cien metros de donde esta panda de amapolas se detienen a tomar un Gatorade para recuperar el aliento, unos cuantos compatriotas suyos, sedientos, desorientados y completamente aterrorizados hayan iniciado su senda hacia la muerte, pulverizados por el inclemente sol del desierto. Así se atraganten todos estos caminantes de pacotilla con su bebida y les devoren los coyotes. Por capullos y por aburridos.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Otom al ata oít im



En el menú de la boda en la que estuve recientemente, estaba escrito en perfecto castellano: ternera en su salsa con boletus confitados. Ante tan apetecible panorama, es fácil comprender mi perplejidad al constatar que lo que estaba comiendo era, sin lugar a dudas, cerdo. Interrogado al respecto, el camarero asignado a nuestra mesa y sin que se le moviera un solo pelo de su cabeza me informó de que, allí, al cerdo lo llamaban ternera. Con un par.

Algo similar ocurre en ocasiones con los directores de algunas películas: te venden como "manifestación artística de carácter cinemátografico" lo que no es más que basura putrefacta. Sin ir más lejos, "Irreversible", lo que el director argentino Gaspar Noé filmó en Francia en 2002 y que yo he tenido la desdicha de ver hace unos días es un claro ejemplo de esta afirmación. En muy pocas ocasiones he podido encontrar algo tan estúpido, pedante, amanerado, repulsivo, amoral e imbécil en una pantalla de cine como lo que se muestra en esta nauseabunda sucesión de imágenes.

Voy a intentar explicarme. "Mi tío ata la moto" es una frase simple y estúpida. Y lo sigue siendo aunque la escribamos al reves, en mayúsculas o cambiando anarquicamente el orden de las letras. De donde no hay, nada puede salir por mucho que se quiera intentarlo. Al argumento de esta sucesión esquizofrénica de imágenes no puede dársele mayor profundidad que a las aventuras de mi tío con su moto: una joven (Monica Belluci) es violada en una calle de París a la salida de una fiesta y su novio (Vincent Casell) junto a la antigua pareja de aquélla (Albert Dupontel) intentan localizar al culpable y vengarse. Punto.

Eso sí, la historia está contada al revés y lo primero que observamos en la pantalla es la consumación de la venganza. No existe una verdadera razón para ello y, en mi opinión, no es más que un artificio para despistar al espectador y que juega en contra de la propia película. El propio Noé ha intentado explicarlo sin éxito. Según el realizador argentino, con estas imágenes "pretendo describir el vínculo ancestral entre la herida y la venganza. La venganza es irreversible. Como la herida. Como todo acto. Como todas las cosas". Perogrullo estaría orgulloso de esta afirmación.

En "Irreversible" todo es un horror bíblico. Desde sus aparatosos títulos de crédito hasta la insoportablemente babosa y relamida secuencia final. Las carencias artísticas y técnicas del amigo de Perogrullo son insondables. Todo está espantosamente planificado (la primera secuencia en el hotel, con movimientos de cámara copiados del "Caiga quien Caiga" es antológica), mal iluminado (cortesía del propio Noé), horriblemente interpretado (sobre todo Cassel, histérico, sobreactuado, incluso cuando no tiene el menor motivo para estar nervioso o enfadado) con unos diálogos ampulosos, llenos de pretensiones y con menos enjundia que los de Gloria Fuertes en una tarde de resaca (indescriptibles la payasadas que se dicen unos a otros en la soporífera e innecesaria secuencia en el metro entre los tres protagonistas).

Noé, a pesar de pretender impactar en todo momento con sus idioteces de cuarta regional, siempre opta por lo fácil a pesar de sus aires de cineasta rompedor e iconoclasta. En su película, siempre parece tener dos caminos y ante la senda de la sugerencia, requiebra con mucho artificio y se lanza a caballo desbocado por la senda de lo gráfico. Obviando la elegancia de la elipsis, Noé lo muestra todo y sin ahorrar detalles. La secuencia de la violación o el momento en el club nocturno son de una crudeza sin igual, pero su efecto es como el de los huevos podridos en la nevera. Al abrirla, el olor te envuelve y la arcada asoma. Cuando se cierra, el aroma puede durar unos segundos, pero se olvida enseguida. Como le pasa a este pésima y presuntuosa pélicula sin el menor atractivo. Quedan advertidos.

sábado, 8 de septiembre de 2007

Ni sexo ni violencia


Viendo algunos de los programas que se emiten actualmente en la televisión, he llegado a la conclusión de que, en este momento, no hay divisa de mayor valor en nuestra sociedad que la humillación. Ni el sexo ni la violencia mueven las masas como lo hace la exhibición de nuestros semejantes en las actitudes más denigrantes e indignas. Los programas basados en la burla, el escarnio y el linchamiento moral acumulan semana tras semana los primeros puestos de audiencia en nuestras televisiones. Da exactamente igual cual sea el sexo, color, capa social o edad del humillado, cualquiera es válido si lo vemos sufrir el linchamiento verbal o físico que corresponda en cada emisión.

En la prehistoria de las televisiones privadas, el becerro de oro era el sexo. Las Mama Chicho, los programas de Bertín Osborne o los desnudos en los espectáculos de Pepe Navarro eran los puntos más álgidos de las programaciones televisivas. Las emisiones en codificado de las películas pornográficas que emitía Canal Plus tenían más audiencia que los telediarios del mediodía. Con el tiempo y fundamentalmente gracias al libre acceso a la pornografía a través de Internet, el peso cuantitativo del sexo en nuestras programaciones se desdibujó sensiblemente en beneficio de la violencia. Los telediarios comenzaron a emitir imágenes que nunca antes se hubieran atrevido sin la falsa prudencia de avisar acerca del contenido de las mismas. Los programas de videos giraron sobre si mismos y dejaron de premiar los de niños asiáticos o toros en caída libre y empezaron a encumbrar los brutales accidentes automovilísticos que sucedían en el mundo o las palizas que propinaban policías de muy diversos países a sus presuntos defendidos o, en su caso, posibles delincuentes. Las líneas de lo violento se difuminaron y no era raro que las televisiones programaran películas de alto contenido en violencia a las horas más intempestivas o como prólogo a algún programa infantil.

Ahora y aunque el sexo y la violencia siguen estando en primera linea de fuego, su poder de convocatoria se ha visto seriamente afectado por la brutal acometida de los programas basados en la humillación. La gente ya no ve "Gran Hermano" para observar una teta furtiva durante la ducha comunal. Ahora, lo que realmente vende es ver a la pandilla de crápulas asociales que se presentan a este tipo de programas recoger estiércol en una piara de cerdos. El espectador disfruta cuando un grupo de famosos de cuarta regional son enviados a una isla a comer pescado crudo, sufrir insolaciones o verlos llorar como becerros camino del matadero porque tienen hambre y sed. Las audiencias revientan cuando un adulto se ve obligado a decir a la cámara que no sabe más que un niño de primaria o cuando una mujer de cuerpo escultural y cerebro de piedra confunde a la vicepresidenta del gobierno con Teresa de Calcuta. Casi es posible escuchar el rugir del público cuando la sangre del vejado es, por fin, derramada.

Con todo y con eso, lo peor no es que nuestra sociedad demande este tipo de comportamientos. Lo verdaderamente escalofriante es que las víctimas de estas vilezas, acuden al patíbulo con la sonrisa puesta y la camisa anudada a la cintura para que los golpes luzcan mejor ante las cámaras. Las cosas que se llevan a cabo frente a los focos de un estudio de televisión, no las harían en su día a día los felices vapuleados ni aunque lo exigiera un juez sentencia en mano. Sin embargo, es aparecer la cámara y una anciana señora no duda un instante en informar al país de las carencias sexuales del marido que, sentado a escasos metros, parece asentir con cierto pesar, para regocijo del público presente. El descomunal obeso que queda colgado de una barra como una mortadela en sus vanos intentos de llevar a cabo una flexión de brazos para ganar unos euros a la del cerebro de piedra, sonríe como un imbécil y mira a la cámara para que sepamos sin sombra de duda que, además de gordo, está allí, colgando como un ajusticiado para nuestro regocijo. No necesitamos ni que lo maten, ni que lo desnuden. Con verlo, nos basta. Brillante futuro nos espera con estos mimbres.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Nessun dorma

El único modo de conocer exactamente la inconcebible calidad que atesoraba Luciano Pavarotti en su garganta es escucharlo en cualquiera de sus múltiples grabaciones y, posteriormente, comparar lo oído con las interpretaciones que, de las mismas piezas, efectuaron sus contemporáneos. Sólo entonces es posible comprender que a donde llegaba el enorme artista hoy fallecido, nadie podía alcanzar.

Desde su debut con apenas 26 años, Pavarotti demostró ser una fuerza de la naturaleza. La enorme facilidad con la que alcanzaba los más vertiginosos tonos dejó estupefactos a cuantos acudieron a presenciar su primera interpretación del que, posteriormente se convertiría en uno de sus papeles más conocidos, Rodolfo en "La bohéme", de Puccini. El romántico y soñador pintor enamorado de la inocente Mimi era un verdadero regalo para la conmovedora belleza de su voz. Desde entonces y hasta su retirada de los escenarios en 2004, el tenor italiano ha paseado su enorme talento por todos los grandes teatros de ópera del mundo fascinando a público de todo tipo con uno de los repertorios más grandes de la historia. Y ello, sin haber aprendido en toda su vida a leer una sola de las partituras que interpretó en vivo, lo que no deja de ser una genial paradoja.

Reconozco que durante un tiempo le tuve vetado por su falta de principios y su afan lucrativo al participar en varios proyectos de dudoso gusto como la payasada aquella de los Tres Tenores o sus espantosas sesiones de "Pavarotti and friends" en los que gente como Bryan Adams o Sting veían arrasadas sus vocecillas por los 175 kilos de talento musical más grandes que han pasado por este mundo. Pero lo cierto es que cuando alguien te ha proporcionado tantos momentos de música en mayúsculas, es fácil perdonarlo todo.

Como otros muchos artistas geniales, no supo retirarse a tiempo y en los últimos años, Pavarotti ha sido noticia más por sus escándalos con el fisco italiano o su matrimonio con la que fuera su secretaria que por sus triunfos artísticos. En las pocas ocasiones en las que hemos podido escucharle cantar recientemente, hemos visto a un artista en caida libre. Inmóvil en el centro de los escenarios, resollando al menor esfuerzo y limpiándose el copioso sudor con su inseparable pañuelo blanco, le hemos visto como nunca antes lo habíamos visto, sufriendo lo indecible ante las notas que antes emanaban de su prodigiosa garganta como si se deslizaran por una pendiente. En la que denominó su "Gira de despedida", Pavarotti ha cancelado sus galas a docenas aquejado de un sobrepeso agudo y un cáncer de páncreas que, finalmente, ha logrado llevárselo al otro mundo. Prefiero no recordarlo así. Prefiero apagar la luz de mi cuarto, cerrar los ojos y que, esta noche, antes de que sea mañana y todo se olvide, sean sus discos magistrales los que rindan el homenaje que el gran artista que ha fallecido hoy merece de todos y cada uno de los amantes de la música. Nessun dorma.

jueves, 30 de agosto de 2007

Las que son y están


De todos es sabida la rivalidad existente entre el hombre de Neanderthal y un servidor en lo que a informática en general y blogs en particular se refiere. Hasta abrir este hueco en la red, términos como feed, post o unique hits eran para mí un enigma sin solución. Con paciencia y según pasan los meses, voy entendiendo algo más de todo esto, pero no pasa un día, sin que algo nuevo venga a buscarme. Lo último es el término meme, que he conocido recientemente gracias al ínclito Rodi que, en su blog Películas de culto, me invita junto a otros habituales de su página a continuar el mencionado meme redactando una lista de mis 25 películas favoritas e invitando a otros a escribir la propia para así no romper la cadena. En cierto modo, y si no lo he entendido mal, el meme viene a ser el equivalente en el ámbito de los blogs a las cadenas de correos electrónicos que recibes y, a su vez, debes remitir a otros para que no se rompa la argolla y las fuerzas malignas del universo convergan sobre tu cabeza.

A la gente parece molestarle hasta el hastío el que le metan en una de estas cadenas, pero debo reconocer que no es mi caso. Imagino que si llevara una docena de memes sobre mis espaldas y alguien me invitara a continuar uno sobre los 25 mejores libros de antiguas leyendas de deportes judíos, montaría en Cólera, mi caballo favorito y me negaría en redondo a pulsar una tecla sin la presencia de mi abogado. Pero, quizás por ser la primera vez que entro en una o bien porque la invitación proviene de alguien como el mencionado Rodi, que realiza un trabajo sumamente interesante y documentado en su blog, reconozco que no sólo no me molesta, sino que, incluso, me halaga.

Dos matices antes de colocar mi lista. De dos de ellas, "La huella" y "Harold y Maude" ya escribí sendas entradas hace unas semanas ("Rozando la perfección" y "Polos opuestos"). Por otra parte, dejo constancia de que me he permitido la licencia de considerar la trilogía de "El padrino" como una única obra. En mi opinión, las tres obras son un todo inseparable. Salvo en este caso, en todas las demás he colocado un enlace a la ficha de cada una de ellas en Filmaffinity, por si alguien quiere saber más de ellas. Las peliculas que incluyo a continuación son mis favoritas, están todas, no me dejo una sola. Si hubiera alguno que me gustara más, la hubiera incluido. Si no está, no lo es. Aquí esta la lista.

- Trilogía del Padrino.

Para que esto funcione, debo invitar a otros a seguir la cadena, de modo que, resaltando, de nuevo, el caracter voluntario de esta tarea me gustaría conocer qué tienen que decir Moriarty, Brujaimana, Hatt y Princesabacana sobre este tema. Con gusto quisiera conocer también la opinión sobre el asunto de Otis Driftwood y Jotaeme, pero aquél tiene abandonada su página (Ranking de fobias) cuando es uno de los sitios más geniales que he visitado y éste se niega a iniciar el blog para el que, claramente, ha nacido. Quién sabe, a lo mejor, el meme sirve también para otras cosas.