jueves, 27 de marzo de 2008

Sin piedad


No hay palabra que pueda definir a quien pierde un hijo. Si huérfano es quién pierde a un padre y viudo quien sufre la desaparición de una esposa, ¿qué es quien pierde un hijo? El lenguaje es incapaz de crear una palabra lo suficientemente espantosa para definir el estado en el que zozobran los que sufren ese horror.

Si, además, esa separación es traumática, violenta o se produce a corta edad o de manera vejatoria e inhumana, el abismo es, sencillamente, insalvable. El terrible caso de la niña Mari Luz Cortes es el último, conocido, de una larga lista de la que, desafortunadamente, no parece divisarse el final.

Hoy, como ocurre siempre, las autoridades, los medios de comunicación, la sociedad, en general, golpea con fuerza su pecho, reclama justicia y exige medidas ejemplarizantes que corten de raíz el problema y que sequen de una vez por todas este rió de sangre y lágrimas que no cesa y baja siempre con nuevo y doloroso caudal.

Sin embargo, en unos pocos días, cuando el cuerpo de esta niña todavía no se haya enfriado, nuevamente, volveremos a olvidar que, ese horror vivido en la distancia no es pasado, ni remoto, sino real y presente, cotidiano, que recorre las calles en silencio y puede descansar en nuestra esquina, sin que exista razón ni motivo que impida al dolor dejar de ser ajeno y volverlo presente y personal. Y todo, por no afrontar la realidad de que nuestro sistema penal no está preparado para delitos de esta índole, que la tan ostentada bandera de la reinserción para los delicuentes se enreda y golpea en hueso en casos así.

Debemos recuperar la idea del mal como base de este tipo de comportamientos. Resulta sencillo colgar a un pederasta o a un asesino de niños la etiqueta de loco o enfermo. Resulta cómodo y nos proporciona, además, la suficiente distancia para no tener que olfatear la sangre o la carne muerta o vejada. Sin embargo, es necesario superar nuestra propia ceguera y admitir que no hay enfermedad ni consentimiento nublado o viciado en comportamientos así. Sólo personas diabólicamente impías o malvadas pueden realizar semejantes atrocidades y volver a su domicilio a continuar con su existencia sin volver la vista atrás o cuestionar lo ocurrido por su voluntad y su estímulo. Los enfermos de cáncer o sida agradecerán no ser metidos en el mismo saco.

Pretender que, quien abusa de un menor indefenso, (provocándole, en el mejor de los casos un trauma de por vida, cuando no la muerte), es susceptible de recuperación, supone una utopía, además de una injusticia manifiesta e inaceptable que lleva a dar una oportunidad a quien ha privado de todas a una criatura, apenas iniciados sus pasos por el mundo. No hay mejor sitio para estos sujetos que la soledad de sus celdas, con la única compañía de sus vicios insatisfechos hasta que se pudran, sin darles el menor resquicio por el que reptar al exterior. Sólo de este modo es posible impedir que su maldad destruya una nueva vida y con ella hunda en el horror a una nueva familia. ¿Por qué no matarlos directamente? No me tienten.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Cortar por la linea de puntos

Dicen que viajar es la mayor fuente de sabiduría que existe. El contacto con lo diferente y ajeno abre las puertas de nuestra mente y la purifica de prejuicios y banalidades mediante la inmersión en atmósferas y texturas diferentes a los que nos rodean habitualmente. Sólo desde esta nueva perspectiva es posible comprender, empatizar y asumir gran parte de las cosas que nos rodean. Sin embargo, no es menos cierto que en la sociedad más informada de la historia, la que dispone de las mayores facilidades y goza de la salubridad más sólida que se conoce, lo diferente, lo ajeno, lo propio, por decirlo de algún modo es una especie en extinción. Estamos cortados por el mismo patrón y, lo que es peor, estamos encantados con ello.

Acabo de volver de Bruselas, en merecidas y prenatales vacaciones y, exceptuando el frío polar y el idioma amanerado e incomprensible, podría haber estado en Alicante o en Dallas. Pasear por las calles bruselenses no es, exceptuando, por supuesto, el centro histórico, muy diferente de recorrer una calle de Madrid o París. Las mismas tiendas, los mismos coches, idénticos lugares para comer o tomar café. Una mujer española pasaría por belga con la misma facilidad que una de Gante por una de Burgos. Zara, Benetton, Häagen Dazs, Aerosoles... hasta empresas típicamente belgas como Godiva o Nauhaus son ya patrimonio nacional y son fácilmente localizables en cualquier lugar del mundo.

Sin duda, la globalización informativa y la internacionalización de las empresas facilitan la integración y permiten que puedan llevarse a cabo una inmersión sin riesgo en ambientes ajenos, adaptándolos a los propios. Pero es indudable que, de este modo, la mirada intencionada, la capacidad de asombro, en general, el gusto por lo sorpresivo o ajeno queda reducido al mínimo espesor. Todo es ya reconocido y familiar, por lo que, apenas queda espacio para otra cosa que no sea anecdótico o intranscendente.

Sé que no tengo razón y que desear otros tiempos en los que sabíamos menos de todo y de todos es una afrenta al progreso y a la evolución humana, una involución en toda regla. Saber es poder y el poder es hoy, como ayer, la polea que mejor mueve nuestros destinos. Pero no puedo evitar sentir nostalgia por aquellas épocas pretéritas en las que no todo era suministrado de antemano o era sabido e intercambiable, tiempos en los que todavía era posible asombrarse por lo desconocido o diferente que encontrábamos a nuestro paso.

sábado, 15 de marzo de 2008

Gatillazos cinematográficos


Desde el primer fotograma es palpable que lo que vas a presenciar será recordado durante generaciones. Todo apunta a que durante las dos horas siguientes no va a existir otra cosa que lo que nos muestra la pantalla: una historia apasionante, un ritmo perfecto, unas interpretaciones en carne viva. El desarrollo no rompe esa idea inicial y observas complacido como tu mente queda completamente enredada en la trama que los responsables de la obra han ideado para ti. Falta el final, todo apunta al colofón más perfecto, a la guinda más dulce. Y justo entonces, cuando ya no hay tiempo para estropearlo, cuando llevas puestos tus guantes de aplaudir para que el dolor no impida seguir batiendo palmas, ocurre lo inesperado, el grito de euforia se convierte en una mueca de incredulidad y todo el castillo se hunde inexorablemente para no levantarse jamás.

Nada hay más irritante y desconcertante para el espectador de una película que un final incoherente o estúpido. Todo lo anterior se convierte entonces en oscuro y tedioso y donde encontraste arte y maestría toma posesión la casualidad cuando no la torpeza más inaceptable y escandalosa. Desafortunadamente, momentos así se viven a menudo, pero, en mi opinión, estos son los peores finales cinematográficos que servidor recuerda haber padecido en salas oscuras y asfixiantes que, minutos antes, eran templos de sabiduría cinematográficas. Si alguien aún no las ha visto, que se salte el párrafo si no quiere conocer el final, por espantoso que sea. O, mejor, que lo lea y se ahorrará disgustos.

LA LISTA DE SCHINDLER: Spielberg es el especialista en esta materia. Sus películas más duras y comprometidas comparten con las más ligeras y comerciales la pasión de este hombre por los finales ñoños y azucarados, por mucho que, como es el caso que nos ocupa, la historia pida a gritos un final hosco y sin florituras. Si ya la escena de Schinder rodeado de refugiados y llorando por no haber podido salvar a más personas del infierno nazi me puso en guardia, nada podía prepararme para esa eterna secuencia final de los actores acompañando con velitas a los supervivientes originales a visitar un cementerio con la música introduciéndose en el lacrimal del espectador y rodada, además.....¡en color! Tampoco van a la zaga de este horror, los desesperantes finales de "La terminal", "Salvar al soldado Ryan" o "IA". En "Munich" el genio de Spielberg parece enderezar el camino. Que cunda el ejemplo.

L.A. CONFIDENTIAL: La mejor película de los últimos años no pudo escapar al sistema hollywoodense y tras mostrarnos con la merecida crudeza las cloacas repugnantes y corruptas de la ciudad de Los Angeles, sembradas de policías asesinos, proxenetas y periodistas sin escrúpulos, el gran Curtis Hanson, en una pirueta final merecedora de una tarde en el potro de tortura, resucita al presumiblemente fallecido a escopetazos, Russell Crowe, le pone un brazo en cabestrillo y lo manda a pasar la tarde al campo con la bellísima Kim Bassinger en un festival de luz y sonrisas que provoca la regurgitación inmediata de toda la bilis que los ciento y pico minutos precedentes habían logrado generar para placer del espectador. Al menos no culminó con la feliz pareja saludando tras el cristal del coche rumbo al picnic.

NO ES PAIS PARA VIEJOS: La inmerecidamente oscarizada película de los hermanos Cohen es en realidad, dos obras diferentes con personajes compartidos. La primera dura hasta la inconcebible elipsis que nos priva de asistir a la muerte de Moss a manos de los mejicanos. Es lenta y parsimoniosa, pero goza de momentos de gran cine y cuenta con tres actores en estado de iluminación divina que permiten aceptar todo lo que ocurre por muy confuso y mal narrado que esté. La segunda empieza tras la mencionada elipsis y es aburrida, irritante, estúpida, innecesaria y solo sirve para comprobar lo bien que lo hacen los especialistas en efectos visuales para sacarle un hueso del brazo a Javier Bardem y para rodar la colisión automovilística más impactante de los últimos años. Un aviso para quienes no la hayan visto: que nadie aparte la vista de la pantalla ni un segundo durante ese segundo tramo. Un parpadeo y comenzarán los títulos de crédito sin tiempo para saber que ha pasado.

EL RETORNO DEL REY: La trilogía de Peter Jackson sobre "El señor de los Anillos" es una de las obras cinematográficas imprescindibles de la historia. De obligada visión por cualquier amante del cine, es la mezcla (casi) perfecta de casi todos los géneros existentes. En las más de diez horas de metraje hay tiempo para la aventura épica, el terror, la comedia, la acción, el drama, el amor y, desgraciadamente, también hay un hueco y no pequeño precisamente para la flacidez y el gatillazo inesperado. Sé que los amantes de Tolkien son legión y no gastan buenas pulgas, pero es evidente que tras las mil batallas, los cientos de orcos y la emotiva pero contenida secuencia de la coronación de Aragorn I, el Maño en el castillo, las tres cuartas partes de la platea empezamos a ponernos los abrigos para escuchar la voz en off y el breve montaje con la hermosa música de Howard Shore que nos narraría las últimas y anticlimáticas aventuras del joven Frodo. Sin embargo, el megalómano Jackson decidió contar la historia con todo detalle y alargó de manera soporífera y plomiza durante casi media hora lo que ya había dado todo de si y pedía a gritos un "chinpón" que cerrara el circulo abierto horas atrás.

LINEA MORTAL: La presencia de la novia de América ya hacía presumir que esta historia de viajes entre la vida y la muerte que rodó Joel Schumacher a principios de los noventa iba a quedarse a medias y no iba a ahondar en la interesante premisa inicial todo lo que debiera. Sin embargo, el desarrollo malsano y perturbador de los minutos iniciales y la presencia de actores como Kevin Bacon o Kiefer Sutherland, especializados en personajes oscuros y aterradores me hicieron concebir esperanzas que no desaparecieron hasta ese final vomitivo y campestre en el que éste último resucita en el tiempo de descuento para hacer las paces con su amigo torturador del más allá y poder así volver al más acá a poder comerle los morros a Julia Roberts. No me extraña que, a los pocos meses y ya en la vida real, ésta le plantara en el altar el día de su boda. Por ñoño y albarcazas.

martes, 4 de marzo de 2008

Sí, pero no contigo

Con mi voto en las próximas elecciones para Unión, Progreso y Democracia (UPD), la iniciativa política de corte centrista que capitanean Rosa Díez y Fernando Savater, entre otros y a la que ya me referí aquí hace unos meses, rompo una tradición de voto en blanco que duraba ya una década. Sin embargo, nunca es tarde para romper una lanza a favor de una opción política tradicionalmente despreciada y archivada, sin saber muy bien la razón, junto a la abstención.

Votar en blanco es, probablemente, la opción más honesta que uno puede adoptar cuando las piezas del rompecabezas político no acaban (o apenas empiezan) a encajar. En las pasadas elecciones generales, más de medio millón de personas depositaron un voto en blanco. Puede parecer poca cosa, pero la cifra adquiere otra dimensión cuando comprobamos que Izquierda Unida obtuvo apenas 600.000 votos más (1,2 millones de votos) y que un elemento tan, desgraciadamente, crucial como Esquerra Republicana apenas superó al voto en blanco en 150.000 sufragios. Partidos tan relevantes en esta legislatura como PNV o BNG se encuentran muy por debajo de los mencionados votos blancos.

Dejando a un lado las estupideces que se dicen acerca del beneficio que proporcionan al que está en el poder (generalmente, dichas por los miembros o simpatizantes del partido que no es el del que acusa) o sobre el muro que genera alrededor de quien lo emite y que, al parecer, lo invalida para opinar sobre todo lo que ocurra (siempre culpa de quien votando en blanco, no apoyó al partido que ellos quieren y no de la impericia de sus votados no ganadores), el voto en blanco es el único modo que hoy existe para que quien no se sienta representado por partido alguno de los que se presentan a la convocatoria, no deban verse empujados a entregar su mancillada confianza al primer bobo solemne que, por el hecho de llevar colgadas una siglas conocidas, reconocibles y de histórica relevancia, se crea en el derecho de vivir de rentas pasadas y atemorizarnos con sombríos parajes de yugos y flechas. Igualmente, habilita al ciudadano o no tener que confiar en personajes grises y desmesurados que llenan sus barbudas bocazas de ilimitados reproches, infundados cornetazos de guerra y niñas cursis llenas de lazos y falsas bondades.

Votar en blanco es votar no a la estupidez, a la falta de principios, a la mentira torva y rastrera. Es entender que nadie es capaz de hacerlo todo mal y que quién así lo proclama jamás reconocerá error o dislate por muy patente que resulte. Votar en blanco es decir sí a un sistema que, aun torpe y renqueante es susceptible de mejorar, que nadie asoma desde el Infierno y que el Cielo no existe. Un voto en blanco, en el fondo es un voto de esperanza, un apoyo cierto y firme que proclama la supremacía del todo sobre las partes y que transmite una profunda confianza en el sistema que, ojala, pudiera desplegarse sobre quienes lo vertebran.

Decir que el voto en blanco no es democrático o que transmite una falta de compromiso con la sociedad es tan estúpido como pensar que el hecho de que una persona no quiera acostarse con otra implica obligatoriamente que no hace el amor o carece de pulsión sexual. Sencillamente, prefieriría morirse antes de hacerlo contigo. Y punto.