jueves, 25 de junio de 2009

Simply irresistible


Me da reparo confesarlo. Preferiría disponer de más "glamour", ser más exquisito y sibarita en mis gustos y poder decir que, en el ámbito culinario, lo que me hace perder la razón y extraviar la mesura y el decoro es el jamón de pato, el caviar iraní o la trufa natural, pero, lamentablemente (o no) me temo que por ahí no van los tiros.

En el tema del condumio, la verdad es que no hago extraños a casi nada (salvo a los pimientos y a los flácidos, viscosos y detestables espárragos) y, en mi presencia, resulta evidente que la anorexia está lejos de ser mi punto flaco. Tan pronto empaqueto un buen solomillo de ternera como una rodaja de atún rojo y me declaro admirador a morir de las buenas materias primas, bien cocinadas y si es posible regadas con buenos caldos de la tierra. No soy, en definitva, el tipo indicado para invitar a comer a final de mes; pero hay un atajo para hacerlo y no tener que hipotecarse por ello: una (o más, pero con una, serviría inicialmente) barra de ese sencillo, tradicional y delicioso embutido catalán llamado fuet y, por lo que a mi respecta, al resto de alimentos les pueden dar bien con la puerta en las narices.

En general mi cuerpo detecta su punto sin retorno: esa última patata cuya ingesta conducirá directamente al ardor de estómago, ese vaso de vino que marca la diferencia entre el patán y el alegre anfitrión... Todos ellos son detenidos a tiempo por un sistema defensivo bien engrasado (nunca mejor dicho) y con acreditada experiencia en la materia. Pero el fuet, como una Lisbeth Salander alimenticia cualquiera, sabe burlar con exasperante habilidad todos los mecanismos de defensa, convirtiéndome en un adicto en cuyo vocabulario la expresión "una más y se acabó" carece del menor significado.

Tengo por este manjar una fijación inquietante y enfermiza que se ve incrementada, además por esa puñetera costumbre que tienen la mayor parte de las casas que lo distribuyen, de comercializarlo en paquetes de dos unidades, con lo que todo, resulta doblemente difícil. Pasar por la cocina a poner la lavadora o a beber agua implica ineludiblemente soltarle un mandoble a la barrita de fuet correspondiente y no sé si sera casualidad, pero los días en los que servidor o, en su caso, la señora Winot, vuelve del supermercado con dicho manjar (cuatro de cada tres días, para ser exactos y ahí está la instantánea tomada hoy mismo en nuestra cocina que acompaña esta entrada para acreditarlo) toda la actividad del hogar, repentinamente, gravita sobre la cocina y sus tesoros escondidos. Es desnudarlo de su mortaja de plástico y separar la argolla de metal que acredita su curativo ahorcamiento y el cuchillo parece cobrar vida propia, repartiendo mandobles a diestro y siniestro hasta que del robusto cuarto de kilo sólo queda un cordelito que parece preguntarse aquello de "¿qué tengo yo que mi amistad procuras?" y que con muy distinta intención, imagino, escribiera Lope de Vega hace unos cuantos siglos.

Hace poco escuché en la radio que estaba comprobado que el consumo de fuet aumenta la vitalidad, estimula el optimismo y mejora el buen humor. Por si no tenía suficiente, ahora además, tengo una excusa. Mal asunto.

miércoles, 17 de junio de 2009

En los valles de Finlandia


Hay composiciones que logran acabar con sus autores, obras cuya popularidad se despliega con tan asombrosa intensidad que su luz logra cegar a quien las admira ocultando a su vista lo que aguarda turno a su alrededor. En consecuencia, contenidos de enorme valor quedan condenados al olvido o a la ignorancia, permanentemente sumergidos en la sombre que dibuja esa otra pieza monumental, superior o, sencillamente, más afortunada. Aunque existen ejemplos a puñados de esta afirmación, el compositor finlandés, Jean Sibelius (1865- 1957) es quizás uno de los más llamativos.

Infinitamente más conocido por ser el nombre de un popular programa de composición musical (si tecleamos "Sibelius" en el buscador "Google" obtendremos no menos de 4,5 millones de entradas que se reducen a 610.000 si añadimos el "Jean" que distinguiría uno de otro) el músico finés ha pasado a las enciclopedias de música por ser el autor del poema sinfónico "Finlandia", un encendido y vigoroso canto nacionalista compuesto en 1899 como forma de protesta por la abolición de la autonomía del Gran Ducado de Finlandia decretada por el Zar de Rusia, Nicolás II. No es inmerecida la fama de "Finlandia"; la composición es irresisitible, inquietante y avasalladora, con un tramo final adrenalítico y triunfal que deja clavado en la butaca al anonadado oyente que apenas se atreve a respirar hasta que la orquesta, finalmente se detiene. Pero Sibelius es mucho más que el autor de "Finlandia".

Sibelius firma un repertorio compuesto por centenares de composiciones de todo tipo (música de cámara, sinfonías, canciones, sonatas para piano, etc.) Es también el responsable de uno de los conciertos para violín más hermosos que se han escrito y, sin duda, una verdadera prueba de resistencia para el solista, al que el compositor finlandés, reputado y virtuoso maestro en dicho instrumento, somete a unas dificultades endiabladas en las que tan fácil es romper las cuerdas del violín como salir a hombros del auditorio.

Sibelius es también el músico que legó al mundo uno de los artefactos melódicos más inclasificables y vanguardistas de todos los tiempos, el poema sinfónico "Tapiola", compuesto en 1926 y auténtico punto sin retorno del que Sibelius nunca pudo volver y que marcó el agotamiento absoluto del pozo de su arte, del que nunca más volvió a surgir una idea hasta su muerte, treinta años después.

Y para el que suscribe, Sibelius será siempre el autor de "Vals triste", una de las piezas más conmovedoras de la historia de la música y piedra de toque incomparable para distinguir a los humanos con sensibilidad de los minerales inanimados. Esta joya lúgubre y delicada es, posiblemente, la visión más exacta que, desde la música, puede darse sobre la muerte. En sus apenas seis minutos es fácil distinguir su lenta e inexorable llegada, las alucinaciones que provoca en su víctima, la calma que precede a la tempestad, el frenesí inaudito con el que la existencia se descuelga hacia el abismo y el último suspiro exhalado antes de deshacernos en sus brazos. A todo logra dar Sibelius forma musical a través de un tiempo de vals que se adapta como un guante a todos los cambios rítmicos de la pieza. Atención al vídeo animado que acompaña la entrada, que sabe captar a la perfección toda la esencia de esta pequeña joya de encarecida recomendación.

VALS TRISTE (1903)

sábado, 13 de junio de 2009

El carrete


Desde un punto de vista económico, invertir es colocar una determinada cantidad de dinero en un producto para obtener un beneficio en un determinado periodo de tiempo. Para poder invertir, por tanto, necesito dinero (o la posibilidad de acceder a él), tener previsto o asegurado (o no tener ninguna de esas dos cosas en absoluto, dependiendo del riesgo que esté dispuesto a asumir) el rendimiento que aquél va generar y conocer (o no, por las mismas razones dadas antes) el tiempo en el que será capaz de dar forma a ese beneficio. Si decido comprar un coche, unos bonos del tesoro o doce kilos de torrijas caseras serán únicamente esas tres variables mencionadas las que terminarán por hacerme decantar por una o por otra.

En realidad, por tanto, no hay gasto malo ni demasiado grande, sino inversión mal realizada. Y a Florentino Pérez, el radiante y mesiánico presidente del Real Madrid, que acaba de dinamitar el mercado de fichajes futbolísticos con los 94 millones de euros que ha desembolsado al Manchester United por el portugués Cristiano Ronaldo, se le podrá tacha de muchas cosas, pero no de no saber invertir. Lo demostró ya antes en el mismo puesto (Zidane, el otro Ronaldo, Figo, Beckham....) y lo siguió demostrando después, como ya lo hacía antes de convertirse por primera vez en presidente del club, convirtiendo a su empresa ACS en el segundo grupo constructor del mundo, según la revista Forbes.

Al amigo Florentino le han caído tortas de todas partes, hablando de la ética del gasto y la oportunidad de realizar semejante inversión en los tiempos de crisis que estamos viviendo , como si la gente no viviera por encima de sus posibilidades, endeudándose, incluso, a morir para comprar los caprichos que a uno se le antojan . Yo compro doce kilos de torrijas porque tengo el dinero para hacerlo y me compensa el gasto. Florentino tiene 94 millones de euros, quiere adquirir los servicios de Ronaldo y se los paga al club en el que milita para traerlo a jugar a su equipo. Si nadie nos prohibe endeudarnos para comprar lo que luego no podremos pagar, difícilmente deberíamos criticar a quien no solo lo tiene sino que, además, ya ha demostrado que es capaz de rentabilizalo en tiempo record.

Como aquí somos muy amigos de los grandes gestos, las páginas de los periódicos se han llenado de pálidas y bobaliconas comparaciones entre el dinero desembolsado por Florentino y el presupuesto anual de la Biblioteca Nacional, El Museo del Prado o el Reina Sofía, intentando destacar lo inaceptable de la transacción. El problema de esta argumentación es que olvida el detalle de que tanto el presupuesto del Ministerio de Igualdad y el otorgado a los partidos políticos en 2009 para su funcionamiento interno (imagino que también estos ejemplos, que, por cierto, duplican el fichaje del futbolista son aceptables) salen del bolsillo de cada contribuyente, ningún beneficio generan y nula o muy poca influencia podemos tener en el destino que se dé a esas (también) descomunales cifras. Por su parte, los 94 millones desembolsados por el Real Madrid, salen de sus arcas, generarán millones de euros (muchos de ellos desembolsados por aquéllos que hoy se tiran, escandalizados, de los pelos) y su destino está perfectamente delimitado.

Florentino Pérez ha realizado una inversión. Enorme, descomunal, la mayor que se ha hecho nunca por un futbolista y más le valdrá que sepa amortizarla sin demora o le tocará pagar con creces por el descalabro. Pero al menos, no meterá la mano en mi cartera para deshacer el entuerto. Lo que es un alivio, la verdad.

sábado, 6 de junio de 2009

Zeroladas


Iba a decir que, fuera de Madrid a Pedro Zerolo no lo conocía ni su padre, pero, dado el peso político interestelar que están adquiriendo en los últimos días los miembros de la Ejecutiva Federal del PSOE, con el emperador Petazeta a la cabeza, es posible que me equivoque. Para quienes nada sepan de este caballero de frondosa melena y gesto jovial cuya fotografía en felina actitud acompaña esta entrada, puedo decir, por resumir un poco que Pedro González Zerolo es a la progresía dominante lo que la Coca- Cola a la humanidad: la chispa de la vida.

Concejal en el Ayuntamiento de Madrid, Secretario de Movimientos Sociales y Relaciones con las ONG del PSOE y miembro de la Ejecutiva del mismo partido, presidió además durante varios años la Federación Estatal de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales. Fue uno de los primeros homosexuales en casarse con su pareja tras la aprobación de la ley que así lo permite (en cuya tramitación participó activamente) y es capaz de declarar en una entrevista que sólo desde la izquierda se puede entender lo que es una sociedad heterogénea, plural y diversa sin que se mueva un rizo de su envidiable mata de pelo. Detesta el capitalismo "salvaje," el multilateralismo, a Bush, a Aznar, al PP y a la Iglesia Católica. Defiende a morir la Alianza de Civilizaciones y dispone de un blog (http://www.zerolo.es/) en el que bajo el título de "uno más, nada menos" trata con profundidad temas tan atractivos y poco trabajados como la economía sostenible, las políticas neoconservadoras que han creado las crisis y el laicismo como sublimación de la libertad de conciencia.

Además de cumplir con todos los tópicos de la progresía desnutrida que domina hoy la escena política, Pedro Zerolo, como el resto de la fauna socialista de este tiempo, acostumbra a protagonizar iniciativas llamativas y comerciales, pero tan huecas y carentes de entidad como el cerebro de Leire Pajín. La última ha sido oficiar el "bautismo civil" del hijo de Cayetana Guillén Cuervo, otra que también está encantada de haberse conocido.

El acto, que se ofició en el Ayuntamiento de Madrid consistió entre otras lindezas en leer los artículos de la Carta Europea de los Derechos del Niño y algunos poemas y canciones. Cayetana siempre en el candelabro ha declarado que desde que nació su hijo, deseaban "darle la bienvenida a una vida laica y democrática que estuviera de acuerdo con nuestras convicciones y creencias". Zerolo, por su parte ha logrado evitar partirse la caja mientras aclaraba que "se emplea la palabra bautizo de una manera simbólica; sin tener nada que ver con el sacramento. Igual que se bautiza un barco o un edificio". Y sin ganas de provocar, olvidó decir.

Parece mentira que el amigo Zerolo y el resto de la caterva de cretinos que campan a sus anchas en las filas del PSOE se arropen con las mismas siglas que un día me ilusionaron y motivaron lo suficiente como para depositar mi voto a su favor en un buen número de elecciones. Tanta palabrería hueca, tanto tópico trasnochado, tanta necesidad de llamar la atención y tanto sectarismo ramplón y primario dan una imagen aterradora del futuro del partido y una no menos terrible de los componentes de su electorado que aplauden este tipo de patochadas. En realidad, parecen tener una obsesión especial por hacer suyas las instituciones religiosas de las que tanto abominan y no me extrañaría que, en breve, apareciera una "comunión" o una "confirmación" civil. Ya han conseguido con sus sandeces que reniegue de mi pasado como votante del PSOE; sólo faltaría que lograran vencer mi agnosticismo y me convirtiera en beato de misa diaria. Lo veo difícil, la verdad, pero estos son capaces de venir a mi casa y montarme una (ca)zerolada para conseguirlo. O de bautizarme "civilmente", que no sé que es peor.

martes, 2 de junio de 2009

Agravio comparativo


Mis primeros contactos con el tabaco pueden fecharse en el verano de mis quince años, cuando mis amigos y yo compartíamos nerviosos un mentolado sustraído hábilmente de algún bolso materno, para luego atiborrarnos con caramelos que intentaban inútilmente camuflar las huellas de nuestra infamia. De este modo, fumando cigarrillos sueltos a escondidas, anduve unos pocos años hasta que la entrada en la Universidad marcó un punto de inflexión.

Para un adolescente como el que suscribe, educado en un colegio religioso en el que todos los alumnos orinábamos de pie, el paso a los servicios separados para chicos y chicas produjo el mismo efecto que a Moisés la vista de la Tierra Prometida. De repente, en el día a día, había mujeres a las que impresionar, rivales a los que batir y personajes de película a los que imitar. Y a todo ello, el cigarrillo ayudaba mucho. Si la chica por la que suspirabas miraba casualmente hacia ti, no había nada mejor para controlar el temblor de tus manos que encender un Lucky Strike sin filtro como los que fumaba Mickey Rourke en "El corazón del ángel" mientras esculpías en tu rostro la pétrea máscara de la indiferencia como si no estuvieras escrutando por el rabillo del ojo cualquier mínimo gesto en el rostro de la anhelada compañera.

Por entonces empecé a fumar con regularidad. En mi caso, el reparto acompañaba y los cigarrillos se movían con normalidad tanto en la casa paterna como en mi círculo de amistades. Los paquetes empezaron a durar un par de días y los fines de semana, el dueño del estanco que había junto a mi casa cerraba antes de hora en cuanto yo salía de la tienda. Tuve que empezar a notar el peso en mis pulmones cada vez que subía a pie los dos tramos de escalera que separaban mi casa de la calle para darme cuenta de que aquella vía empezaba a agotarse. El paquete cada dos días se había convertido en dos cada tres y al dueño del estanco se le llenaban los ojos de lágrimas de alegría cada vez que me veía aparecer los viernes por la tarde para aprovisionarme para el fin de semana. Por entonces, tosía con el menor esfuerzo, mi coche se había convertido en un enorme cenicero sin ventilación y la señora Winot (sin titulo por aquel entonces) marcaba el terreno con caramelos de menta si un servidor se ponía más cariñoso de lo habitual.

Deje de fumar una noche de mayo de 2002, en el cumpleaños de una amiga y sin saber exactamente todavía la razón ni el lugar del que saqué las fuerzas para hacerlo. A día de hoy, me he convertido en un tipo afortunado que fuma cigarrillos solo en ocasiones especiales (o cenas regadas en exceso con vinos de la tierra y otras sustancias inflamables) y que casi todas las semanas se permite el lujo de fumar un buen puro el fin de semana sin que los hábitos tengan visos de reproducirse y volver a convertirse en congénitos y permanentes. Dejé de fumar porque mi salud se dio cuenta antes que yo de que no iba por el buen camino, pero no porque dejara de gustarme. Fumar es un placer y sólo quien fuma o ha fumado sabe a lo que me refiero.

Ser fumador no implica ser un imbécil o un inconsciente por mucho que esta sociedad tan fina y tan protectora en la que nos movemos tienda a igualar esa ecuación. Todos lo que fumamos o hemos fumado somos conscientes de que no ayudamos, precisamente a nuestro organismo cada vez que encendemos un cigarrillo, del mismo modo que lo sabe el que se come las hamburguesas a pares o el que tumba una botella de ron cada día.

Fumar es un placer. Y un vicio. Y dudo que nadie lo niegue. Pero ni es el único ni merece la persecución a la que se somete a quienes lo disfrutan o padecen. El fumador es una especie en extinción, pero no por evolución natural sino por un metódico, implacable e injustificado exterminio social. Marlboro no puede anunciarse en la misma televisión que Heineken y puedes encontrarte con un restaurante en el que no puedas encender un cigarrillo mientras en la mesa de tu derecha, un grupo de amigos fulmina una botella de ginebra. Si un vicio es un exceso de apetito con algo, que incita a usarlo frecuentemente y con exceso, no veo razón para no tratarlos a todos por igual.

Así, si como he oído hace unos días van a empezar a decorar las cajetillas de tabaco con fotografías de pulmones carbonizados y dentaduras carcomidas por la nicotina para concienciar a los fumadores, espero que no tarden mucho en insertar fotografías de automóviles despanzurrados con sus víctimas trituradas en el interior en los catálogos de los concesionarios o incorporen a las botellas de vino, instantáneas de hígados devorados por la cirrosis si no hay alguna de adolescentes en coma etílico a mano. Por equilibrar la balanza más que nada.